Libros de noviembre

Queridas almas descarriadas:

Este año estoy tratando de leer más ficción. Iba a decir «leer más», pero lo que sucede es que, en los últimos años sobre todo, he leído mucha más no ficción que ficción, una costumbre que se ve potenciada por verme sumida en la investigación, lo que inevitablemente me lleva a leer mucho ensayo, libros académicos, artículos y cosas sesudas. La ficción, sin embargo, es ese no sé qué que le hace algo a mi cerebro que nada más puede hacer: ni el cine, ni las series, ni los videojuegos (si jugase mucho, que no es el caso: el juego al que le estoy dando últimamente es The Longing, un juego melancólico que te pasas solo con esperar 400 días hasta que el rey de las cavernas despierte y cuyas tareas son ver crecer el musgo para cortar un poco cuando esté listo con el fin de decorar tu casa: o sea, el antivideojuego, antidopaminérgico). También tengo apuntados muchos títulos de cara al doctorado, libros que quiero leer a ver si encajan en mi propuesta de investigación, pero sobre todo quiero engrasar mi cabeza con ficciones. Este último mes ha sido una mezcla de ensayo y ficción.

Uncanny Valley Girls: Essays on Horror, Survival, and Love
Zefyr Lisowski

Este libro me lo empecé en el tren de vuelta a Madrid, después del Festival 42. Es un ejemplo de autoteoría, memorias y crítica que usa películas de terror para explorar la propia identidad. Una vez superada la frustración de no encontrar más análisis sobre el género (porque, además, la autora hace eso muy bien y tiene observaciones muy perceptivas) y contentarme con leer muchas páginas sobre su vida, al final me dejé llevar sin exigirle al libro lo que quería que fuese (y lo que me habían vendido que era, todo sea dicho) y que me llevase por donde quisiera y conseguí disfrutarlo. El libro tiene partes muy difíciles y duras, pues narra el sufrimiento psíquico de la autora con trazos de violencia psiquiátrica, su infancia y adolescencia trans en el sur de Estados Unidos, además de varias experiencias discapacitantes. La autora dice que durante todo ese periplo, el terror es algo que la ayudó a mantenerse anclada en su propio cuerpo, que es algo con lo que puedo empatizar y simpatizar, al igual que con varias de sus experiencias. Puede que el terror, junto con el porno, sea el género más corporal de todos, no solo en los temas que trata, sino en las reacciones que provoca y, a veces, para sentir que estás viva necesitas un buen desgarro que te ancle a a la tierra. Pero no todos los cuerpos en el terror son iguales. La alteridad en las películas de terror, tradicionalmente, ha sido representada por las locas, las enfermas, las viejas y los ensayos de este libro (entre los que se encuentran “Your Swan, My Swan”, “The Girl, the Well, the Ring”, “Ghost Face”, “Cutting in Miniature”, “Preliminary Materials for a Theory of the Werewolf Girl”) tratan de cómo se ve el terror desde el punto de vista de la alteridad. Dice Lisowski:

Puede que mi ensayo favorito sea “Your Swan, My Swan”, sobre la peli de Black Swan, y el menos favorito el de “Werewolf Girl”, porque la lente del análisis aquí es más manida (la pubertad como horror corporal y transformación), si bien al añadirle la perspectiva trans (dice la autora que para ella todas las historias de hombres y mujeres lobo son historias trans) le pone un puntito de originalidad que podría haber seguido explorando.

“Girls were punished. The disabled were to be feared. Anything gender nonconforming was even scarier. What does it mean as a sick girl to learn again and again that sick girls deserve to be punished?”.

Como decía al principio, me hubiera gustado tener más análisis de terror y menos relato de vida (o más análisis del terror mezclado con la vida, que era lo interesante), pero con eso y con todo he disfrutado la lectura.

Mandíbula, de Mónica Ojeda

Ok. Lo sé. Yo voy a mi ritmo y recojo el guante cuando puedo.

Por alguna razón, en mi cabeza este libro había quedado como potencialmente triggering, así que lo he ido dejando sin recordar exactamente qué me había motivado a posponerlo, qué es lo que podía resultar desagradable. Y, no me escondo, reconozco que lo que me motivó a derribar la barrera psíquica fue que en la entrevista con China Miéville que proyectaron durante el Festival 42, Miéville dijo que el ensayo que le escribe una de las protagonistas a su profesora sobre el género de terror tenía que ser lectura obligatoria en cualquier curso del género. Y, sí, la verdad, me gustó mucho esa parte y me gustó mucho el libro. El ensayo, además, está ahí no solo porque encaja narrativamente con los personajes involucrados en dicha carta, sino porque Mandíbula es casi más una novela sobre el miedo que de miedo. En ese sentido, hay una veta en el libro que podría hermanarse con el libro de Lisowski, en tanto que tiene algo de teoría-ficción (las etiquetas son eso, etiquetas, no mandamientos, y de todos modos ¿qué buen libro no contiene una teoría sobre el mundo, sobre algo, aunque no sea consciente y elaborada?).

A la autora le interesa el miedo como afecto, como emoción, y eso queda clara por los numerosos epígrafes que ha decidido incluir en la novela: Kristeva, Bataille, Lacan… claramente le interesa el psicoanálisis no-freudiano, por lo que no es de extrañar que encontremos temas relacionados con la monstruosidad femenina desde diversos ángulos y diversas edades. Y, como los afectos se construyen y moldean socialmente, en la novela se encuentran muchos de los tropos del terror como es el de la familia como fuente de ansiedad y perversión que tiene ya una larga tradición. El punto fuerte de la novela, eso sí, es que no retrata la adolescencia femenina solo desde una perspectiva victimista: los terrores que sufren las adolescentes siguen estando ahí, pero no son dulces angelitos sino potenciales victimarias o directamente victimarias. Ese halo de crueldad que rodea las relaciones de las chicas (entre ellas, con otras personas, el miedo que provocan tanto el miedo que sienten) me ha parecido muy vívivido y reconocible. Hay, además, una mezcla interesante entre el folklore digital de nuestros tiempos (los creepypastas) con el folklore tradicional que tanto alimenta el género de terror. Y aunque los recursos en sí mismos no son originales (la transmedialidad, lo metaliterario, la exploración de la feminidad desde lo horrífico), cómo están integrados en la novela hacen que sea una lectura fresca que resucita todo aquello con mucho oficio.

La amiga que me dejó, Nuria Labari

Este libro lo descubrí en el podcast de libros de Carne Cruda que le dedicaron al ghosting y donde incluyeron un pequeño apartado sobre el ghosting en la amistad. A mí me han hecho ghosting, claro, y también lo he hecho. Nunca he tenido claro cuáles son las normas, o ese conocimiento supuestamente tácito de «las cosas que todo el mundo sabe que se hacen» en el contexto de la amistad: con las parejas sentimentales se rompe y se exponen los motivos, pero ¿y con las amistades? Con las parejas sentimentales o intereses románticos no está mal visto decir lo que esperas en una relación, lo que deseas, pero en el caso de la amistad igual quedas un poco cucú. En general, en mi experiencia se dejan morir o marchitar y se habla poco, pero comparada con la ruptura en modo de notificación administrativa de la que hablaban en el programa (recuerdo con vergüenza y dentera que yo también hace muchos años rompí con una amistad de una forma «ministerial») quizá sea casi mejor esa lenta languidez. Hace cosa de un año me sorprendió mi pareja en este aspecto también. Me decía que tenía la impresión de que unos amigos comunes no tenían demasiadas ganas de quedar con nosotros (con nosotros a solas, para ser más concretas), así que le pregunté que entonces por qué no hablarlo, a lo que me respondió: bueno, tampoco importa tanto. Yo me quedé pasmada, ¿cómo que no importaba?, ¿no se hablan las cosas con los amigos? Pero añadió: tampoco somos tan amigos, tampoco tenemos tanta confianza. Claramente, no entiendo nada de este tema.

Como podréis intuir, para mí la amistad guarda secretos más arcanos y es más misteriosa incluso que el amor, donde parece que dentro de un marco muy amplio se diría que hay unos acuerdos básicos compartidos como sociedad sobre qué se hace y qué no se hace, pero la amistad es un terreno aún por definir del que cualquier regla (entendida como convención, no como mandato) es provisional y debatible. Así que, una vez terminado el episodio, me dije que tenía que leerlo a ver qué respuestas encontraba. Terminado el libro sigo con la misma intriga, la misma indefinición, el mismo misterio (lo cual está bien), y no puedo decir que sacase grandes reflexiones (como así reconoce la autora que tampoco ella, ni acudiendo a la sabiduría antigua de los griegos, ha conseguido hilvanar) salvo quizá su apreciación de que hemos construido la amistad a imagen y semejanza de la retórica épica de la amistad masculina: el todos para una y una para todos, la de «yo por mi amigo mato», somos una piña. Igual justo esa indefinición, esa plasticidad, son las únicas características notables no ya de la amistad femenina, sino de la amistad en general. Las amistades pueden ser transitorias, de encuentros, y ser igual de verdaderas, igual que el amor, mientras dura. Cuando una relación sentimental se acaba no patologizamos a las personas implicadas porque normalizamos que son situaciones de encuentro temporal que no tienen que ser para toda la vida. Igual está bien pensar que así sucede con la amistad y que, si tu amiga te deja, no tienes que sentirte un monstruo.

Las voladoras, de Mónica Ojeda

Sí, me estoy poniendo, a mi ritmo, al día con la escritora ecuatoriana.

En este caso, se trata de una colección de relatos de «gótico andino». La prosa es deliciosa y te transporta (no, a ver, dicen que para leer más rápido tienes que conseguir leer sin escuchar las palabras en tu cabeza, pero ¿qué sentido tiene eso?, ¡si a mí lo que me gusta de leer es la musicalidad de las frases bien hechas! Ese es mi masaje craneal), el oficio y la calidad siguen estando presentes en este libro, pero por alguna razón que no puedo achacar a la autora no me ha cautivado tanto como Mandíbula. Con esto tampoco quiero decir que no me haya gustado, en absoluto, solo es una comparación con la novela y ya sabemos que las comparaciones pueden ser muy injustas. Los relatos aquí exploran el terror por medio de las mitologías asociadas a los paisajes extremos de volcanes, páramos y valles infinitos, así como las creencias populares que suscitan los parajes y que el terror siempre desentierra, da igual en qué particularidad geográfica se inscriba.

Lo gótico se caracteriza principalmente por la exploración de las fronteras entre binarismos y dicotomías y (perdón por hablar de mi «libro») esas dicotomías son las que quiero explicar en la serie de vídeos que estoy trabajando, sorry, not sorry. Precisamente el siguiente vídeo largo que estoy preparando va sobre la fructífera, en términos artisticos, dicotomía entre la degeneración (que puede traducirse con otros conceptos, como la barbarie, lo salvaje, lo atávico) y la civilización y, diría, Mónica Ojeda parece interesada en trabajar en lo poroso de todas esas fronteras y de subvertirlo. Hay violencia en lo rural, desde luego, pero también en la ciudad, y quizá esta última sea más violenta que lo primero. Al igual que su tratamiento de lo femenino adolescente en Mandíbula, tampoco hay una idealización pastoral del campo y sus gentes, que sería una exotización un poco burda, no pretende rejerarquizar lo «natural» por encima de lo «urbano», sino mostrar ambos aspectos con todas sus aristas (en el relato que abre la colección y le da título, «Las voladoras», narrado desde lo rural, aparecen temas como el incesto y los deseos oscuros; «Cabeza voladora», uno de mis favoritos, narra los feminicidios en el entorno urbano al que folcloriza con la presencia de las Umas, mujeres de varias edades que se encargan de vengar las muertes e impartir justicia).

Piel de cordero, de Ledicia Costas

De esto que estás paseando entre las pilas de libros que ya no te caben en las estanterías y encuentras uno que te había prestado una amiga desde hace ni sabes cuánto (¿unos meses?, ¿un año?) y te mueres de vergüenza porque no te lo has leído todavía. Tierra, trágame. Bueno, pero ahora que estás calentando los músculos lectores quizá sea el mejor momento para leerlo, ¿no?

Y así hice y, bueno, tengo que decir que no me gustó mucho, la verdad. Ahora que escribo esto, después de haber vuelto a pensar en Las voladoras de Mónica Ojeda, lo trillado y poco sofisticado tanto del tema como de la forma de esta novela resultan mucho más palpables. No es que no me gusten los temas de brujas, pero siento que ahora me tienen que ofrecer algo más pensado que el recalentamiento en el microondas del «somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar». Aunque me lo he leído sin mucho dolor, porque las páginas se pasan rápido, lo cierto es que ni la prosa ni los temas me han interesado demasiado. No conocía a la autora y, por lo visto, había publicado muchos libros de infantil y juvenil (varios de ellos premiados, incluso) y esta es su segunda incursión en la narrativa adulta. Aquí se nota sin duda el oficio de haber escrito mucho antes, lo que, como decía, hace que el libro sea fácil de leer porque tiene un ritmo y una estructura trabajados. Lo malo es que parte de esa facilidad viene también de no ponerte demasiado a prueba como lectora al ofrecerte tramas ya leídas sin añadir demasiado. Son dos tramas paralelas, la de Catalina, hija y nieta de brujas en el siglo XVII, y la de Lola, en la actualidad, que está frustrada por muchas cosas, pero sobre todo por no poder ser madre. Aunque aprecio la intención de querer retratar de forma verosímil la labor de las brujas en los pueblos gallegos, hubiera querido algo más a la hora de acudir a este tópico, en especial en su relación con la feminidad, después de todo lo que se ha hecho ya con el tema.

La vieja sangre, de Alfredo Álamo

El segundo libro en papel de esta lista, junto con el anterior. Ya no compro apenas libros en papel porque no tengo espacio, pero este no lo encontré en digital e hice una excepción. Es un poquito trampa que esté en esta lista porque me lo terminé la primera semana de diciembre, pero como lo empecé antes de que acabase noviembre y yo pongo las normas, pues aquí está. El libro que menos me ha gustado de todos y el que más me ha costado terminar. De hecho, varias veces quise dejarlo a medias y me esforcé por ir, relato a relato, terminándolo. Aprecio la labor del autor en tratar de construir una mitología contemporánea en torno a un barrio de Valencia (en este caso el Cabanyal), incluso sirviéndose de tropos ya clásicos de la literatura fantástica como las ciudades ocultas y subterráneas, pero el mundo creado me ha parecido un poco superficial, en un sentido muy literal (perdón por el ripio). No tenía la sensación de que el mundo tuviera una profundidad más allá de las cuatro pinceladas, los personajes que aparecen recurrentemente y desaparecen, o en el folklore imaginado. La sensación era más bien «lo que ves es lo que hay, porque no hay nada más». Además, creo que se habría beneficiado de una corrección de estilo.

The Beauty, de Aliya Whiteley

Tenía ganas de leer algo de Aliya Whiteley y he empezado por esta novela corta, que me ha gustado sin fliparme. De las cosas que me han gustado es que se trata de un relato post-catástrofe (todas las mujeres mueren por una extraña infección fúngica) que no tiene un tono nihilista ni nostálgico, sino que se centra en la regeneración más que en la degeneración, en un (problemático) futuro interespecie (de las tumbas de las mujeres crecen champiñones que serán mujeres-champiñón dispuestas a copular con hombres). La prosa, especialmente del protagonista, Nate, cuya función es contar cuentos como medio de cohesionar a la comunidad, tiene muchas veces un aire cantarín, propio de las narraciones orales. En la historia, tras la plaga, queda un grupo de supervivientes (hombres, claro), un grupo tribal con roles muy definidos que saben a cuentos de hadas clásicos en tanto que parecen representar alguna suerte de arquetipos: el Cocinero, el Doctor, el Cuentacuentos… Supuestamente, la llegada de las mujeres-hongo (porque el mundo incluso después de la catástrofe sigue siendo muy binario, incluso aunque estemos hablando de peña que se folla champiñones) debería suponer un mayor cuestionamiento de esos roles fijados y reproducidos por la inercia, pero por desgracia no es así. No aparece la homosexualidad apenas y se dice que solo los más jóvenes la practican, no aparecen hombres ni mujeres trans ni identidades de género fluido (vuelvo a recordar que estamos hablando de champiñones), las relaciones que se presentan son monógamas y cuando nacen seres híbrido entre hombre y mujer-champiñón no hay problema en llamar «niña» a la criatura porque tiene un tajo entre las piernas.

No sé cómo interpretar esto, porque como exploración de los roles de género que se supone que es la novela claramente es una oportunidad perdida de ir mucho más lejos que manteniendo estructuras tan binarias, más allá de darle la vuelta a dichos roles (los hombres, tras la mezcla con las bellezas de mujer-hongo, aquí dan a la luz). La desgarradura que tendría que suponer en la concepción del mundo la aparición de unos seres fúngicos simplemente impulsa una reversión de los roles, donde las mujeres-champiñón se dedican a los trabajos manuales al ser más fuertes y algunos hombres (los más jóvenes) empiezan a llevar faldas y vestidos heredados de las muertes, para disgusto de la conservadora mayoría de los hombres mayores. La mayoría de hombres de la comunidad se sienten asqueados por las «bellezas». Dos disidentes llegan a matar a una de las criaturas, lo que provoca el éxodo de éstas hasta que los culpables son ajusticiados. No sé si Whiteley pretendía reflejar la limitación imaginativa del patriarcado que proyecta sobre cuerpos unas funciones fijas relacionadas con lo afectivo (cuidar, amar), además mostrar cómo se ejerce la violencia contra la alteridad, contra lo que la inercia cultural codifica como femenino (o de aplicar incluso el código femenino a los cuerpos para poder ejercer la violencia. O que, en lugar de simplemente reflejar el mundo sin respaldarlo, la novela está planteando que el esencialismo es parte de la naturaleza. El hecho de que todo esté narrado en primera persona por un cuentacuentos que ajusta sus historias según la función que les quiera dar no ayuda tampoco. De hecho, es justo la exploración secundaria sobre la función de las historias en el fin de los tiempos lo que me ha parecido más interesante, con toda su capacidad para la violencia, la manipulación y la coacción.

Pero, por hoy, ya no me enrollo más.

Frankenstein de Guillermo del Toro

Ayer había escrito dos mil palabros sobre el Fronkonstin de Guillermo del Toro, pensé que me había quedado muy bien y lo publiqué. Cuando le di a publicar vi que había desaparecido completamente y publiqué una página en blanco, sin encontrar el texto en la sección de edición tampoco. Tras varios intentos infructuosos de recuperar el texto, me fui a la cama a llorar. Este es un intento de recuperar lo que traté de decir ayer, esta vez guardándolo en un editor de texto en local en mi ordenador para no cometer el mismo error.


Es gracioso haber visto Frankenstein (2025) después de estar en una charla sobre lo monstruoso en la charla de la MiévilleCon y lanzar al vuelo la idea de cierto aplanamiento afectivo de lo monstruoso en la cultura contemporánea, porque la criatura en esta película podría encarnar esa idea. Vaya por delante que mi primera reacción cuando vi la película es que me había gustado mucho, mucho, salvo quizá los últimos veinticinco minutos, que me hicieron rechinar los dientes. Y, ea, lo voy a mantener. Me gustó mucho, me pareció refrescante encontrar una versión que no se anda con rodeos a la hora de retratar a Victor como el villano sin convertirlo por error u omisión en una víctima. Como película melodramática que es, me resultó conmovedora y no negaré que lloré varias veces. No sé cuánto es mérito de la película o del entorno hormonal en el que me encuentro últimamente en el que me dicen «hola» y me echo a llorar, pero está claro que la película quiere apelar a tus sentimientos. Sin embargo, lo malo de pensar es que te da por pensar. Creo que se puede mantener una posición crítica analíticamente incluso con las cosas que nos gustan y con esta película no me pasó como me sucedió como con Crimson Peak, que me pareció una película estéticamente apabullante, pero cuya historia confieso que me interesó más bien poco, lo que, de nuevo, quizá no sea un demérito de la película: no somos máquinas de procesar datos ajenas al contexto en el que nos encontramos. Dos o tres días después de haber visto esta película, creo que la razón por la que no me sucedió esto con Frankenstein de Guillermo del Toro (las adaptaciones tienen esa cosa de que llevan la firma del director de turno y así hablamos de Frankenstein de Kenneth Brannagh o del Drácula de Bram Stoker) es porque el texto de Frankenstein lo he leído varias veces y lo tengo bastante trabajado, así que estaba constantemente estableciendo relaciones en mi cabeza sobre el texto de Mary Shelley y lo que la película quería decir de ese texto.

Aquí, en el Dark Hole (quien quiera entender, que entienda)

La idea de la «fidelidad» en las adaptaciones es un concepto bastante disputado, incluso desfasado, por múltiples razones, pero podríamos preguntarnos: ¿fidelidad a qué? Si algo tienen las obras literarias, especialmente las obras literarias que hemos canonizado, es que tienen muchas lecturas, tanto en función de tu escuela de pensamiento como de tu momento vital y cultural. Por lo tanto, las divergencias que pueda haber entre el texto escrito y el texto fílmico no son exactamente una valoración negativa per se de la película. Además, cuando el texto original es literario, la tradición ha tendido a tratar esa canonización en su sentido religioso de santificación, como fuente original venerable a la que rendir pleitesía y a cuya progenie se mira por defecto con sospecha, pues se presupone que como texto «secundario», la adaptación encarnará una caída, una copia de copia. Por otro lado, cuando un director decide utilizar un texto literario como base no podemos tratar a la obra como si no guardara relación alguna y no pretendiera mantener algún tipo de diálogo con la obra con la que se relaciona. El hecho de que las adaptaciones se puedan ver como obras independientes sin necesidad de haberte leído el texto no significa que hagamos críticamente como si la otra obra no existiera. Por eso, en mi crítica, las cosas que me han gustado y las que no se basan en la película en sí, como película, la tradición crítica con la que creo que dialogan y las decisiones que creo que empobrecen la lectura tanto de la película como la de la novela.

Si hubiera visto carteles de la película antes de que mi pareja me propusiera de improviso verla, seguramente habría entendido por sus códigos que la película se tomaba a sí misma como un cuento de hadas. Como decía al principio, la película, igual que lo fue Crimson Peak, es estéticamente apabullante y esa forma de abrumar con lo estético hace que incluso que se te puedan pasar esos momentos en los que parece un poquito esa habitación falsa de casa en el bosque y ambiente otoñal con fuego crepitante, y falso, que me pongo a veces para concentrarme mientras leo, pero así y todo el mundo que ha creado del Toro es un mundo que parece real y habitado. Le agradezco profundamente este compromiso con lo gótico y la belleza de lo decadente y lo maximalista, incluso si el simbolismo resulta obvio y los códigos ya sean canónicos. Además, la película está trufada de guiños a otras adaptaciones de Frankenstein, incluido el Rocky Horror. Está claro que Guillermo del Toro ha puesto mucho cariño en el proyecto, pero el entusiasmo de aficionado no necesariamente se traduce en buenas decisiones. Tanto la estética como el simbolismo refuerzan el texto como una fábula de cuento de hadas, que es lo que en última instancia es la película, más que como un texto gótico o incluso una tragedia, pero todo en la película es bonito de llorar (y en ese sentido, ya digo que lloré unas cuantas veces). Esto se establece desde el principio, desde el relato de Victor Frankenstein, y ese vestido escarlata de la madre, que sabemos que morirá (de, ¡tachán!, fiebre escarlata), y el padre vestido todo de negro, que es malo malísimo, y el niño Victor, que viste de blanco y negro, como dando a entender que aún tiene en sí mismo esa potencialidad de maldad y bondad. El niño pierde a la madre y ahí todo se tuerce. La idea de crear vida para desafiar a la muerte se gesta en su cabeza adolescente, nacida de la rabia, la rebeldía y la arrogancia que solo puede tener un adolescente, como la propia Shelley cuando escribió su novela.

“But the rest of the time, Mother was mine”. Freud intensifies etc.

El mundo de Frankenstein es un mundo sin madres y siento que esto es algo que se ha tratado de reflejar en la película, con irregular éxito. Frankenstein no es una alegoría sobre los peligros de la tecnología o la hubris de jugar a ser dios, sino sobre qué ocurre cuando no nos responsabilizamos de nuestras creaciones y, por extensión, se puede entender como una crítica a la familia burguesa. Se nos muestra la infancia de Victor con un padre que es frío, distante y cuyos métodos de enseñanza son la racionalidad sin empatía ni corazón, el dato descontextualizado, pura razón instrumental, y que crean a su vez una persona carente de empatía, que es todo intelecto sin corazón. Es por esto que, una vez logrado su experimento, no rechaza de inmediato a su creación, como sucede en la novela, pero no por empatía sino por curiosidad científica. Es sintomático que el rechazo de Victor Frankenstein a su creación no proviene de la grotesca monstruosidad de su físico, sino por su supuesta falta de inteligencia. Victor Frankenstein en la película es un hombre impaciente que replica los métodos de enseñanza de su padre, métodos infructuosos con una criatura que acaba de nacer y que solo repite una palabra una y otra vez: Victor, su nombre. Incluso su hermano pequeño, William, le pregunta en un momento dado si es inteligente, con miedo y aprensión.

Y es por esto por lo que Victor también trata a la criatura como tratamos a las criaturas no humanas, o que consideramos no del todo humanas, con las que cohabitamos el mundo pero respecto a las que nos sentimos superiores. O como se ha tratado y se trata a las mujeres, por verlas más cerca de la animalidad. Aquí Elizabeth, que en esta versión se convierte en la prometida de su hermano y no en la suya, sirve de contrapunto a la crudeza de Victor mostrando no solo curiosidad intelectual por la criatura (a ella, al fin y al cabo, nos la muestran interesada en insectos, algo supuestamente impropio de la naturaleza femenina) sino también paciencia y empatía, que finalmente da sus frutos pues le enseña a la criatura otro nombre, el suyo, revolviendo así los mommy issues sin resolver de Victor. La figura paterna de Elizabeth tampoco es precisamente un dechado de virtudes. El mundo patriarcal de Frankenstein, tanto en la película como en la novela, es un mundo deprivado de lazos afectivos duraderos y cariñosos, que son los que al fin y al cambo sustentan la vida. Los padres en Frankenstein ven a su progenie como posesiones, no como seres humanos; esto queda establecido al principio de la película, cuando el Victor niño dice que su padre «se había casado con mi madre en gran medida por conveniencia, ya que su dote era considerable y su linaje noble. Proporcionó a mi padre los medios para preservar su rango y patrimonio familiar». Así que no es extraño que Victor vea a su creación como una posesión también, algo que si no funciona como él espera pueda ser descartado, del mismo modo que un padre puede desheredar a un hijo si no cumple con las expectativas del legado familiar.

Criatura… eh… cosa… tú… ¡Sienta! (Hasta a los perrillos lo primero que hacemos es darles un nombre)

Y para mí aquí viene el mayor problema de la película. Mientras todo parece indicar que la criatura, rechazada y sin nombre, tendría que replicar al menos una parte del comportamiento de su progenitor, perpetuando el ciclo de víctima y victimario que la violencia doméstica puede reproducir, esta es todo lo contrario: todo corazón y perdón. Mientras que la novela es una exploración de cómo el ser humano crea el mal a su imagen y semejanza, aquí la criatura es la representación de la pureza. Y siento ponerme las gafas de petarda, pero en el libro la criatura comete actos malvados y terroríficos, incluso si estos actos están propiciados por el rechazo y el aislamiento social. Mata a un niño pequeño y le cuelga literalmente el muerto de forma taimada a su cuidadora, que luego será ejecutada por el Estado. Mata al hermano pequeño de Victor y, cuando éste rompe su promesa de hacerle una compañera, mata a su prometida en la noche de bodas. Aprende el lenguaje pero usa la retórica de forma astuta y torticera. Aunque desde luego hay una diferencia entre la situación real de la criatura y la situación percibida de un incel, los argumentos que usa para convencer a su creador de que le cree una vida no dejan de ser, básicamente, que tiene derecho porque así lo ha leído en la Biblia. Aquí, en cambio, todos esos vicios o defectos se le atribuyen a Victor. Sí, la criatura mata a unos marineros daneses como si nada en su persecución del creador, pero las muertes se consideran siempre en defensa propia. Aquí es Víctor quien le cuelga el muerto a la criatura cuando le dice a su hermano que ha sido la propia criatura quien ha matado al que ere el benefactor del barón Frankenstein, un tal Harlander, para justificar que tiene que librarse de ella. La película se esfuerza tanto por que sintamos empatía por la criatura que la convierte en símbolo de pureza. Y Elordi esto lo hace maravillosa y conmovedoramente bien, qué duda cabe. Conmueve y te hace sentir empatía.

Frankenstein de James Whale (1931)

Acentuar la ternura de la criatura no es ninguna novedad. James Whale reforzó ese rasgo en su adaptación. El propio Whale, inmigrante británico, abiertamente homosexual en los años treinta y de clase obrera (su padre trabajaba en una fábrica de altos hornos y los Whale tenían una pocilga en el patio de su casa) seguramente nunca se llegó a integrar del todo en el ambiente de Hollywood. Su criatura es un marginado que además viste como un campesino mientras que su creador está plenamente establecido en la sociedad burguesa. Mary Shelley tampoco era ajena a esa sensación de aislamiento y abandono, del propio marido (Percy Shelley, a quien se le quería atribuir insistentemente su obra en vida, porque cómo iba a haber escrito aquel novelón una chavala de dieciocho años) y del famoso círculo de la casita de Suiza con Byron, Villa Diodati. Según su diario, después del 20 de julio de aquel verano de 1816 ya no la incluyeron en sus viajes por el lago, que realizaban casi a diario y, a menudo, dos veces al día. Después del 14 de agosto, cuando el “Monje”, Matthew Gregory, Lewis llegó a visitar a Byron, nunca volvió a ir a Diodati, aunque su amante siguió yendo allí la mayoría de las noches. Cuando su padre se volvió a casar, la madrastra quería que las niñas de la casa aprendieran a coser, cocinar o limpiar, nada de leer o escribir. El propio Percy (irónicamente, si se quiere leer la novela como un grito de rabia ante los momentos de soledad y abandono que sintió Mary) se identificaba con la criatura y esribió que «Es así como con demasiada frecuencia en la sociedad aquellos que están mejor calificados para ser sus benefactores y sus ornamentos son marcados con desprecio por algún accidente, y transformados por el descuido y la soledad de corazón en azote y maldición». Víctima y victimario se mezclan con frecuencia. Y la condición de la criatura como proscrito, el dolor que siente al verse rechazado y obligado a malvivir en los márgenes de la civilización siempre han inspirado a las identidades que se ven forzadas a habitar esos márgenes a sentirse identificadas con la criatura. Sin embargo, toda la empatía que se le concede a la criatura se le niega al propio Victor, convirtiendo el relato en uno profundamente maniqueo. Si para suscitar empatía y compasión se requiere que el «monstruo» tenga una conducta irreprochable y un corazón puro como la nieve, se exige una condición inalcanzable, un estándar inasumible, para el monstruo, para toda identidad marginal y para nosotros en tanto que sociedad.

Remember, remember the fifth of… digo: Festival 42

Queridas amigas y personas que habitáis al otro lado de la pantalla:

Hoy toca un breve post solo para decir que me han rescatado de entre los muertos y este viernes 7 de noviembre estaré en dos mesas redondas de lo que han llamado la MiévilleCon (claramente me han encasillado LOL…). La primera es a las 16:00 y se titula Traducir e interpretar el New Weird y la segunda y siguiente Liberando al Kraken. Lo Monstruoso en la obra de Miéville, a las 17:15.

Quienes me conocéis sabéis que lo paso increíblemente mal hablando en público, pero mal de llorar, así que si alguien va y quiere saludar y dar apoyo emocional, bien recibido será. Ahora mismo estoy replanteándome mis decisiones vitales, pero seguramente luego no lo pase tan mal como anticipa mi ansiedad. Eso sí, necesitaré tres días de manta y sofá sin gente para recuperarme, porque tantos estímulos me drenan la energía y me dejan en el mutismo más absoluto.

Hay cosas muy chulas por ahí y, personalmente, me da una rabia infinita que la de la traducción coincida con la de «Fantástico, gótico y horror pop» en la que está Roger Luckhurst, porque es uno de mis teóricos culturales favoritos, sobre lo gótico pero también más cosas (tengo hasta el libro de los pasillos, porque la liminalidad es uno de mis intereses más queridos), pero como no puedo hacer ghosting me la tendré que perder… Si decidís ir a esa no os voy a culpar porque es chef’s kiss.

La estancia será breve, pues el sábado por la mañana me vuelvo otra vez, pero no sin vergüenza y pudor, quien quiera saludar pues soy muy alta, pero generalmente inofensiva.

Apostillas al nombre de La Cosa

Ayer me comentó un amigo el vídeo, muy de buen rollo y con humor, algo de lo que ya era dolorosamente consciente: que era muy interesante, pero que por poner un pero tiquismiquis, había muchos cortes bruscos y que parecía que tenía un tic en el cuello. Así que voy a aprovechar esta anécdota para explicar por qué y contar algo de intrahistoria sobre el proceso de grabación y edición.

El día que había marcado para grabar todo, como siempre ya con el culo apretado porque no me dejaba mucho margen para la edición, me levanté alrededor de las 7 de la mañana. Bajé a mi pequeño psicodrama peludo para que hiciese pis, desayuné y luego ya me puse a preparar el sitio donde iba a grabar, poner los props y arreglarme para la ocasión. Todo aquello me llevó bastante tiempo, así que empecé a grabar más o menos a las 10 y terminé como a las 16, con una pequeña pausa para comer. Le dediqué tantas horas porque grabé la misma cosa cuatro veces, lo que significó horas repitiendo lo mismo, pero quisieron las diosas que la cuarta vez fuese la que mejor había quedado porque el encuadre no estaba torcido, sino recto (je, ahora que lo pienso, habría sido un toque irónico haber dejado en el vídeo dos enfoques: el recto y el torcido). Grabarse sola es lo que tiene. Que la cuarta vez que grabé aquello significó que también estaba hasta el mismísimo nardo de todo, espcialmente de mirar a cámara con mis mejores gestos, así que cuando terminaba una parte inmediatamente miraba hacia otro lado en plan «por favor, que acabe esto ya, estoy cansada», pero pensé ingenuamente que luego sería más fácil de editar aquello en cortes suaves. «Lo arreglamos en post», que dicen los expertos.

Por desgracia, no, no todo se arregla en «post», y aquello fue un infierno de editar y resulta que cada dos por tres parecía una paloma cucú. Cada vez que lo veía era «oh, dios, no», y me entraron ganas de rotular alguna broma al respecto o poner imágenes de movimientos espasmódicos de aves, porque qué menos que reírse. En muchas ocasiones, sí que lo pude disimular en transiciones (gracias a la ayuda también de Mi Estimable) aquellos gestos de hartazgo, o aprovechar que eran cortes donde no salía en cámara porque había imágenes o vídeo y solo necesitaba el clip de audio. Pero al ser tan rápido el movimiento de «por favor, sacadme de aquí» muchos se quedaron currucucú paloma porque si lo cortaba todo quitaba una palabra o el inicio de una frase, lo que convertiría el fragmento en ininteligible. Volver a grabar todo no era una opción.

Así y todo, para ser el primer vídeo de este tipo que hago y haber estado aprendiendo OpenShot básicamente sobre la marcha, pues creo que ha quedado francamente bien, mucho mejor de lo esperado. Todo lo que había leído al respecto sentenciaba que tenías que asumir que tu primer vídeo iba a ser un tremendo mojón, y no te quedaba otra que hacerlo, vivir con ello y aprender. Y aprender seguro que aprendí, y viviré con ello, pero sorprendentemente, para nada creo que haya quedado una mierda.

Aún así, aunque hoy a seguir aprendiendo OpenShot y a buscar truquitos de edición, grabación, iluminación etc., para mí siempre va a ser más importante el contenido que la estética, por más que me pirre la estética y lo teatral, que ya desde niña me encantaba imaginar escenarios con mi amigo del cole (recuerdo con cariño nuestras versiones tróspidas de Twin Peaks, con doce añitos, donde los protagonistas eran profesores del colegio y compañeros de clase: aquello sí que fue formativo). Como decía en el anterior post, y en otros más, en este entorno donde hasta las «aficiones» (¿sic?, sick!, sucks!) tienden a la profesionalización sin espacio para el juego, parece que hay que sacarse tres y dos másteres en arte dramático, comunicación audiovisual, musicología y qué sé yo para que no te dé vergüenza compartir algo.

Como para el siguiente me doy el tiempo que necesite y sin presiones, sin grabar cuatro veces en un día, pues espero no parecer una currucucú paloma.

Spooktober 2025 o de cómo me volví más loca de lo que ya estaba

Que estoy loquita no es ningún secreto, no elegí el nombre de este dominio en vano (es uno de los mandamientos: no elegirás el nombre de tu blog en vano), pero este mes me he vuelto más loquita si cabe. Me hubiera gustado leer más y ver alguna película más de las que había visto hasta ahora, pero es que resulta que se me metió en la cabeza hacer un vídeo sobre la historia del terror (o de lo gótico, como lo llaman los anglos, usanos, cabritish) y resulta que, investiga que te investiga, escribe que te escribe, pues mira tú por dónde lo que iba a ser un vídeo terminará siendo, si no me canso antes (o no los ve ni el tato), una fucking serie de vídeos. Porque la megalomanía, el exceso y el maximalismo nunca me abandonan. En realidad, si me preguntáis, hubiera preferido un podcast, porque es lo que más escucho y porque son infinitamente más llevaderos y fáciles de editar, pero los podcast en solitario se me hacen bastante pesados. Si tuviera amigüis con los que grabar un podcast, creo que elegiría esa opción, porque hablar de pasiones compartidas es mi identidad, pero como no tengo, pues tendré que seguir hablando sola.

El aquelarre

Se me metió en la cabeza, además, que sería una oportunidad estupenda tenerlo para Halloween y, como siempre, llego un pelín tarde. Conseguí terminarlo ater por la noche (con estoquiero decir, terminar de editar, quitar una cosa que me dijo YouTube que ñeñeñe, coyright, volver a subirlo…) y esta mañana a las siete, puf, salió publicado. Ha sido un proceso francamente estresante. Ya sabía e imaginaba que el proceso de creación de un vídeo es largo, a veces tedioso, y no pocas veces frustrante, sobre todo para alguien que nunca ha editado vídeo. Y si no se me hubiera metido en la cabeza que tenía que estrenarlo (me da pudor usar este sustantivo asociado a producciones culturales de envergadura y presupuesto cuando yo he grabado esto con un móvil en el salón de mi casa, con cero aspiraciones comerciales), «compitiendo» con lanzamientos como el de mi querida Florence y el Frankenstein de Guillermo del Toro (con el fucking Oscar Isaac) y no sé cuántas cosas más, si no fuese tan dura de mollera, se me habría hecho el proceso menos angustioso, tenso y agobiante. No digo con esto que no haya sido también divertido, ilusionante y enriquecedor. Solo que este plazo autoimpuesto me ha complicado las cosas.

Estoy muy orgullosa de cómo ha quedado a pesar de que es el primer vídeo así que hago y, lógicamente, el resultado en lo audovisual es amateur y mejorable. Por si no fuera poco, la mejor grabación en cuanto a encuadre fue la última, la cuarta, cuando estaba ya harta de repetir lo mismo, y a veces se nota. Estoy también muy orgullosa de cómo ha quedado en cuanto a contenido, incluso aunque creo que esto le va a gustar a cuatro frikis, porque seguramente nadie espera que para hablar de un género me ponga a hablar de una casa, pero ¡todo tiene sentido! ¡Perseverad!

‘Lord Nelson’s Reception at Fonthill’ en Gentleman’s Magazine,
abril de 1801. Del libro Gothic Tourism: Constructing Haunted England

Dicho esto, me queda un vídeo introductorio por grabar, donde explico cuál es el marco en el que me apoyo para esta serie, qué es lo que espero hacer, pero es que ya no me daba tiempo y estoy agotada. Así que lo voy a resumir brevemente en este post y, cuando tenga tiempo y ganas le dedicaré un vídeo cortito para que se entienda mejor (y para quienes no leen, pero sí ven vídeos). En ese vídeo que no he grabado aún quería expresar cómo el terror es un género (o un «modo» si no queremos ser tan específicas y pillarnos los dedos con las reglas) idóneo para explorar lo problemático de las fronteras, binarismos o dicotomías que usamos para dividir nuestro concepto del mundo: entre la identidad y la alteridad, entre la la razón y la locura, la naturaleza y la cultura, el pasado y el presente… Cómo no, ese proyecto empezó (o se intensificó, si queremos empezar antes en los inicios de la modernidad) con la Ilustración. Pero todo intento de poner fronteras culmina en la infiltración, la infección, y es ahí donde el terror brilla. El cerco se estrecha, las fronteras son porosas. Si en la novela gótica tradicional es el pasado barbárico (interpretado como un presente por muchos autores, solo que un presente-pasado pues está geográficamente alejado de la supuesta «civilización») el que amenaza con volver, en la época victoriana proliferan las casas encantadas, esa frontera de lo doméstico como lugar seguro. Y cuando se racionaliza ese fantasma surgen otros nuevos: el terror psicológico de Poe, donde es el propio yo el que está atormentado. Etcétera, etcétera.

Cada época intenta levantar nuevos muros: entre lo real y lo virtual, entre el ser humano y la máquina, entre el centro y la periferia. Pero el gótico y el terror persisten como fuerzas que ponen de manifiesto lo frágiles que son esos muros.

Así que, pensando en eso, quise hacer que cada vídeo explorase un binarismo y sus fronteras, no tanto una disertación histórica y cronológica con un enfoque historicista y evolutivo. Al primero lo he llamado «Lo recto y lo torcido», por sus connotaciones de razón como contrapuesta a la locura, pero también por sus asociaciones con la arquitectura clásica y el nuevo gusto por lo desmesurado que estallaría en el Romanticismo y por el corazón queer que está en el centro de lo gótico. Este es, probablemente, el vídeo más circunscrito a un periodo, sin salirme de él, porque al empezar a escribir el guion me di cuenta de que era importante analizar una parte, quizá menos explorada y conocida, de los orígenes de lo gótico (o, insisto, el terror: yo vengo de Filología Inglesa y aunque no sean, necesariamente lo mismo, en este ámbito muchas veces se usan indistintamente) y acabé dejándome llevar por la historia. Quizá, más adelante, vuelva a ello desde otra perspectiva, porque hay ahí un potencial desaprovechado.

Strawberry Hill, la cuna de lo gótico. En el vídeo explico por qué

No está de más recordar que esto es algo que hago en mi tiempo libre. No es un trabajo, ni me pagan por ello. Esto es casi más un recordatorio para mí misma que para el resto del mundo, pero no está de más que también el resto del mundo, o sea, los cuatro gatos que lo vana ver, lo recuerden también. No quiero llamarlo hobby, o afición, porque siento que banaliza una pulsión y una pasión como algo que solo sirve para pasar el tiempo sin dejar poso alguno, cuando la vida es precisamente eso que llamamos hobbies. Lo que quiero decir, a modo de descargo de responsbilidad, si queréis llamarlo así, es que, aunque me esmero por que no haya errores fácticos, tampoco se trata de rodar una tesis doctoral. ¿Te imaginas el aburrimiento? No puedo explicarlo todo y es lógico que faltarán cosas. En segundo lugar, investigar, por pedante que suene, es lo que más me gusta en este mundo, pero también me gusta hacer el payaso, decir tonterías, hacer bromas, ser intensa, y el tono académico en eso es rígido y, a veces, asfixiante. El tercer punto, eso sí, es el más importante: esto lo hago en mi tiempo libre y quiero poner yo mis normas. Sin prisas, sin presiones (lo que incluye la presión propia), sin más pretensión que hacer algo que me gusta y a mi ritmo. No me voy a comprometer a tiempos ni a medir al peso la cantidad de vídeos que haga. Y si me canso, la vida se interpone, o no le interesa a nadie, pues me relajo y me dedico a mirar el techo.

El proceso de investigación lo tengo más que trabajado, porque son muchos años ya, pero el técnico me temo que no. Ahí sí que trataré de mejorar para que el aspecto visual (y auditivo) sea más placentero, pero insisto en el párrafo anterior. Amo a Contrapoints, pero no tengo ni el tiempo ni el dinero de montarme Lo que el viento se llevó versión video ensayo. Si algún día lo tengo pues igual lo hago o igual me dedico a hacer pasteles, qué sabré yo lo que me depara el futuro, pero a día de hoy solo tengo un móvil y un trípode con luz y unos muy rudimentarios conocimientos de edición de vídeo con OpenShot. Es más, aunque a veces me enajeno con estas pulsiones megalómanas sobre Hacer Cosas con mayúsculas, en el fondo hay una parte de mí que detesta lo profesionalizado que está todo en interne ahora mismo y que para cualquier cosa necesites armarte de no sé cuántas herramientas y estudiar trescientas carreras: de oratoria, de edición, de teatro, de imagen y sonido… ¡Déjame vivir! Una parte de mí añora ese otro internet un poco más cutre, menos empaquetado.

También soy muy consciente de que estamos en un entorno saturadísimo de contenido y confieso que siento una leve punzada de culpa de arrojar más contenido al mundo, como si mis palabras fueran ropa low cost que termina en un vertedero después de tres usos. Pero os voy a contar un secreto: yo de adolescente quería ser periodista (y escritora) porque quería contar cosas y pensaba que mi voz importaba. Estudié un semeste, la carrera me parecía un aburrimiento y lo dejé para dedicarme el siguiente semestre a leer y ver conciertos. Pero la pulsión no había desaparecido. Si eres una mujer que cree que tiene algo que contar y te atreves a hacerlo en público te van a llamar narcisista en un día bueno, cosas peores en otro no tan bueno, pero no quiero que nadie me agoste ese deseo. «Contenido» es una palabra horrible, por vaga e imprecisa, porque mide las cosas al peso y deshumaniza algo tan humano. A mí me gusta contar historias, siempre fui esa rarita cuyo intento de búsqueda de contacto con el otro se basaba en las pasiones compartidas, y no quiero que nadie me arrebate eso, así que me agarro a esa tela deshilachada de autoestima que me queda al confiar en que mi voz importa y que igual a alguien al otro lado le interesa lo que tenga que contar. Porque las historias y las ideas son mi pasión.

Dicho esto, pues aquí tenéis el vídeo, el primerito, recién salido del horno. Ojalá os guste

El spooktober llega pronto: miscelánea de películas vistas en tiempos de crisis

Están siendo unos días regulinchis en casa porque no sé qué le ocurre a mi perra nonagenaria, aka el pequeño psicodrama peludo. Siempre ha sido miedosa (la encontramos en la calle siendo un cachorro del tamaño de un hámster), pero en casa siempre se ha encontrado bien, en su lugar seguro. Y estos días no quiere bajar a hacer pis ni caca, apenas come o bebe y se pasa el día metida debajo del hueco exiguo que hay entre el sofá y el suelo, que es de todo menos cómodo y se la oye retorcerse, pero es lo que ha elegido. Así que, para distraerme de este tiempo de estar pendiente del psicodrama y olvidar mis penas y preocupaciones mientras llega el lunes, cuando la llevamos al veterinario, he empezado el spooktober antes de la cuenta y, para distraerme también, pues he decidido contaros las películas que me he visto últimamente. En esta casa de góticos y filogóticos es Halloween todo el año, como dicen Ministry, y de cine lo que más vemos con diferencia es terror, pero lo voy a contar como spooktober igual porque para eso es mi juego y me invento las reglas. Busqué una de esas listas de «las mejores pelis de terror en lo que llevamos de 2025» y decidí verme unas cuantas sin mirar atrás para pasar mejor la angustia existencial. Voy a ver si hago memoria. Sin orden particular…

Heretic (2024)

A ver cómo os explico. Podría haberse llamado Mansplaining: la película. La premisa es que a casa de Hugh Grant van dos jóvenes, ingenuas (una más que otra) y simpáticas mormonas para contarle cosas de su Señor y Salvador a un hombre en una casa y al final la turra se la llevan ellas. Hugh Grant interpreta a un hombre que necesita todo el rato explicarles lo que es la religión, con conceptos vagos cogidos con pinzas que trata de pasar como teología profunda y meditada y que en cambio parecen más una crítica «de los bollos», que decimos en casa de todo lo que es simple y cutre. ¡El hombre no deja de explicar cosas! ¡Le encanta oírse! Y supongo que la única forma que tiene de que alguien le escuche (¿spoiler alert?) es encerrando a las muchachas en casa para obligarlas a hacerlo. Me gustó mucho la escena inicial donde las chicas hablan de porn-o-grapahy, donde supongo que ya se establecía que la película iba de gente que habla, pero hubiera preferido escuchar a las dos hermanas que al tío pesado creyéndose listísimo. No puedo decir que lo pasara mal viéndola, me entretuvo, pero el concepto le queda grande como la ropa prestada de un hermano cinco años mayor.

Weapons (2025)

Supuestamente, la mejor película de terror del año. ¡Quién soy yo para decir lo contrario! Desde luego, mucho mejor que Heretic. ¿Mejor que Sinners? No lo sé. Sinners me gustó mucho también la primera parte, y la escena del baile me pareció memorable. Aquí me fallaron las expectativas, porque, siendo una gran película, pensé que sería mejor. Y eso no es culpa de la película. Tenía muchísimas ganas de verla porque Barbarian, la anterior película (y, si no recuerdo mal, opera prima) de Zach Cregger me encantó. Así que echémosle la culpa a las expectativas. La premisa desde luego es intrigante: una noche desaparecen todos los niños de una clase y no se les vuelve a ver. Todos menos uno. Ahí empiezan a diseminarse la paranoia y la conspiranoia. Abrir la caja de los misterios a veces es tan complicado como dejarla cerrada, pues el misterio igual no está a la altura de la promesa que el misterio ofrece. Pero ¿no es esa la premisa que está detrás de la conspiranoia? ¿Que detrás de todas las teorías sobre equis o zeta lo que está detrás del misterio es casi siempre más decepcionante y aburrido que el misterio en sí? Me gusta pensar en esos términos sobre la película. No en vano, con el personaje de Justine (una mujer soltera, encima), a la que la comunidad en busca de un chivo expiatorio tilda de «bruja», se desentierran varias capas de pasado de cazas de brujas de la historia de EE UU. Tiene una resolución que, en términos emocionales y no narrativos, resulta satisfactoria pero no del todo: es decir, no tenemos una catarsis completa porque sigue quedando un pozo de tristeza que el humor de la película no borra del todo.

Together (2025)

Hablando de sorpresas, ha sido la sorpresa del año, porque no sabía de la existencia de esta película. Y hablando de misterios, esta es una película a la que le habría quitado la explicación de lo sobrenatural (que sí me pareció muy de los bollos e innecesaria para lo que es la película en sí) y creo que manteniendo ese misterio sin buscar una causa de nada habría resultado fetén. Es una comedia de horror corporal que pone a prueba una relación de pareja en la vida real (Alison Brie y Dave Franco) creando momentos que van desde lo embarazoso, cómico y terrorífico al mismo tiempo. Una entidad sobrenatural busca que dos personas se conviertan verdaderamente en una sola (no es que sea tremendo spoiler cuando la primera escena de la película ya lo adelante y no hay cartel que no lo sugiera) y, bueno, os podéis imaginar. Ya digo, desconocía la existencia de esta película hasta hace poco más de una semana y ha sido una grata experiencia salvo por dos o tres cosas del guión que a mi parecer restan más que suman, la colección de momentos de mirar a través de los deditos de la mano que te has puesto en la cara hicieron que verla fuese muy disfrutable incluso a pesar de las cosas del guión que me sobraron.

Companion (2025)

Otra película cuya existencia desconocía hasta hace una semana, y otra película de terror más protagonizada por Sophie Tatcher, que parece la nueva Mia Goth (fascinada con el rostro de Sophie me hallo y encima con esa maravillosa voz ronca de fumar Ducados). La premisa de la película, que se supone que se descubre en un giro, es difícil de eludir cuando hasta el póster de la película te lo da a entender: que Iris es una compañera artificial, una fembot de tecnología avanzada a la que le puedes poner en los ajustes el tipo de inteligencia que quieres que tenga, del 0 al 100. Imaginad en qué rango de inteligencia ha elegido nuestro querido hombre protagonista: sí, él las prefiere un poco estúpidas. En estos tiempos en los que la misoginia de la fantasía trad wife parece haber resurgido, me ha resultado muy difícil no leerla como una peli de terror que va del horror que se esconde detrás de ser una trad wife: la pesadilla de complacer los deseos masculinos. Toda la película es, destilando décadas de películas con portagonistas y temas parecidos, una alegoría poco sutil pero muy disfrutable del despertar feminista de una mujer, con un guiño al «amiga, date cuenta» al final.

Get Away (2024)

Dios santo, no sé ni por dónde empezar. No entiendo cómo llegó está película a la lista, porque aunque sea otra de esas comedias un poco gores de terror que no están hechas para tomarlas muy en serio, el humor me ha parecido tan de Benny Hill que no he conectado en absoluto con ella. Perpleja también me ha dejado la política detrás de la película: ¿es una sátira del turista británico?, ¿un comentario de las ansiedades británicas post-brexit?, ¿el pasado imperialista de la nación cabritish? Desde luego hay una sátira de lo que se ha venido en llamar folk horror y parte de los clichés del género (incautos que terminan en una pequeña comunidad extranjera, o lo bastante lejana de la metrópolis como para considerarse extranjera, ajenos a sus costumbres), igual con la pretensión de trasladar la idea de que los malos somos nosotros siempre, y no el otro. Francamente, ni idea. Supongo que tanta vergüenza ajena o eso que ahora llamamos cringe no es para mí.

Presence (2025)

Esta sería una de esas pelis en las que miles de fans del género gritan al unísono: ¡pero que no lo llamen terrooooor! Porque no da miedo, es cierto. Y también porque la película no quiere exactamente contar una historia de miedo que dé miedo, aunque no le falten elementos del género, sino jugar con los recursos de un género como el de las casas encantadas sin zambullirse en todos los tropos. Y, al ver que era de Soderbergh, pues me dije: palante. Y me pareció muy disfrutable. Todo está narrado con planos subjetivos donde lo que ve cámara representa lo que ve la presencia que habita la casa, un recurso que en sí mismo no es megaoriginal (ya hemos visto esos planos subjetivos, sin ir más lejos, en el primer Halloween), pero al mantenerlo toda la película resulta bastante menos «en tu cara» y más contenido, dándole un aire melancólico a toda la película. La soledad del fantasma. Me ha gustado todo el ambiente mundano del drama doméstico que tampoco necesita más fanfarrias para funcionar, sin grandes sustos ni grandes revelaciones. La película es como un buen canapé y sabe que lo es.

Drop (2025)

Supongo que esta encajaría mejor como thriller psicológico que como terror, pero estaba en la lista y yo soy, a veces, muy obediente. No tengo mucho que decir de ella. Es un thriller de estos tecnológicos donde una mujer tiene que hacer lo que un desconocido le dice que haga a través de mensajes de texto durante una cita para cenar o matan a su hijo. Me pareció muy peli de Antena 3 después de comer, que te la ves en tu torpor y no te molesta, pero poco más.

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Y eso sería todo, amigas. Durante el año también he visto otras como Bring Her Back (de la que no esperaba nada y me gustó más de lo que en un principio anticipé, aunque Talk To Me me pareció superior), The Damned (si Presence es un canapé este sería un postre ligero), que no tardé en ver porque me dicen «terror en Islandia» y ya estoy poniendo las palomitas, Sinners, 28 Years Later (la única de todas que he visto en el cine y, bueno, vale…; el año pasado volví a ver la primera y me pareció decepcionante comparada con el recuerdo que tenía de ella) y alguna más que no recuerdo. De aquí a que acabe verdaderamente el spooktober seguramente caiga alguna más porque en esta casa tenemos fijación con el terror. O, al menos, con cierto tipo de terror.

Ahora, con vuestor permiso, me vuelvo a mi pequeño psicodrama peludo.

Battlestar Galactica: hay que decirlo más

Este año que he estado enfocada en la investigación durante mi tiempo libre, en el tiempo libre que me dejaban los restos de tiempo libre, el cuerpo me pedía revisitaciones, que no dejan de ser un lugar seguro y confortable en el que más o menos sabes que esperar y que, por tanto, no te exige demasiado ni cognitiva ni emocionalmente. De hecho, me empecé a ver Breaking Bad por primera vez (debo de ser de las pocas personas de España que aún no ha visto esta serie), pero decidí que no era el momento y puse el visionado en pausa. Me volví a ver The Expanse, me leí todos los libros de The Expanse, me volví a leer El señor de los anillosy me volví a ver la que es, si no mi favorita, una de mis series favoritas de ciencia ficción de todos los tiempos: la serie reimaginada de Battlestar Galactica. Y, salvo algunas cositas™, qué bien ha envejecido. No me voy a poner a escribir de todo, lo que me gusta y lo que no, porque no me daría la vida. Obviamente, se vienen espoilers.

Lo primero que llama la atención en el clima cultural en el que estamos metidas hasta las trancas es que es una serie de trasfondo apocalíptico que trata, por todos los medios, de mantener algo parecido a una civilización en lugar de recurrir a la barbarie, como esas otras series en las que se trata la supervivencia como una caricatura darwiniana o aynrandiana donde impera el dominio del más fuerte, la sospecha y el egoísmo por encima de la colaboración o el altruismo. La premisa argumental de la que parte la serie se basa en que casi toda la humanidad salvo unas cincuenta mil almas ha sido erradicada del universo por los hijos de la humanidad, los cylon, en un ataque coordinado a las doce colonias humanas, unos planetas que llevan nombres que recuerdan al zodiaco. Por tanto, la civilización se ve reducida a un puñado de naves, civiles y de recreo, y una sola nave de combate, la Galáctica. Así Battlestar Galactica utiliza el escaparate televisivo para tratar temas serios como la tortura, el terrorismo, la guerra y la política en tiempos de crisis y reflexionar sobre ellos. Fue en su momoneto uno de los mascarones de proa de lo que se ha venido en llamar, sin alardes de ingenio, «la televisión de calidad», una noción problemática en cuanto da a entender que la televisión anterior no lo era.

Aquí, performando la caída moral de Occidente como en los JJ OO con otro pastiche del cuadrito de La última cena

Aunque es ciertamente sombría (un tono que se traslada a la paleta de colores de la propia serie) nunca termina de caer en el nihilismo. Es decir, aunque explora los grises y los dilemas, nunca parece decirnos que da igual elegir una cosa y otra y que las acciones deplorables se ven justificadas por las situaciones extremas que las provocan. La serie recoge el guante de una serie menor como fue la Battlestar Galactica de 1978 (que no he visto, pero que con lo poco que sí he visto tampoco tengo ganas de ver), recicla un par de conceptos y personajes y la lanza con fuerza a la parrilla de televisión con una miniserie que no se deja nada ni para después ni por si acaso. En los dos primeros episodios de esa miniserie, que hoy sería un piloto un poco largo, se nos muestra la destrucción de la humanidad y el conflicto político y militar que acarrea. El hecho de que ya en ese «piloto» veamos cómo lo primero que se trata de hacer es formar un gobierno con lo que queda del gabinete, que el poder militar ceda ante el poder político, es decir, que se decida que la supervivencia es un asunto sobre todo político porque la guerra está perdida, conrasta con otras series de corte apocalíptico que recurren a lo tribal sin interés por el bien mayor. Y en una época tan complicada y virulentamente misógina en lo que respecta a las mujeres y el poder, nos colocan a una presidenta, antes Ministra de Educación, y encima tratan a ese personaje con respeto. Incluso le conceden un romance maduro con el opuesto que la atrae, el comandante Adama, que es de lo mejor de la serie. ¿Cómo no te va a gustar?

Amor talludito. Los más mejores

Battlesar Galactica, la guerra contra el terror post 11-S y la ansiedad sobre la emasculación

Decía al comenzar este post que la serie había envejecido bien y no me refería solo al plano técnico (donde obviamente se notan los *gasp* veinte años que tiene desde que se estrenó, pero sin que se vea ahora como risible o falso) sino a cómo se combinan lo universal y concreto, de forma que puedes ver a qué hechos del mundo responde sin que se vea ahora desfasada. Para cualquiera que haya visto la serie es sobradamente conocido lo mucho que influyeron los ataques del 11 de septiembre y la posterior «guerra contra el terror» en Battlestar Galactica, y si acaso podríamos discutir el grado de relación que tiene el producto cultural con el tejido social del que proviene y viceversa. Para empezar, mientras en la BSG original no hay ningún ataque terrorista, la serie reimaginada decide empezar su largo episodio piloto con una serie de ataques terroristas coordinados a todos los planetas habitados por humanos, las doce colonias de Kobol, explorando una ansiedad terriblemente real en 2003.

Lo que podría leerse como crítica más mordaz de BSG a la administración Bush y su política exterior no llegaría hasta los episodios consecutivos «Occupation» (3.01) y «Precipice» (3.02). Cerca del final de la segunda temporada, la flota colonial descubrió un planeta habitable, lo bautizó como Nueva Caprica y comenzó a colonizarlo bajo el liderazgo del nuevo presidente, Baltar. En el final de temporada, los Cylons localizaron e invadieron Nueva Caprica, donde permanecieron como fuerza de ocupación. En la tercera temporada, los que hemos identificado «buenos», o sea, algunos humanos, que ahora malviven en un planeta ocupado por los cylons, de nombre Nueva Caprica (que recuerda no solo a muchos territorios ocupados sino también a un campo de concentración), deciden inmolarse con explosivos para causar daño al enemigo. Tras ser liberado después de una larga tortura que le cuesta un ojo, el coronel Tigh ordena una escalada de los ataques contra los Cylons que incluye atentados suicidas. En uno de ellos, un terrorista suicida se inmola en una ceremonia de graduación de la Policía de Nueva Caprica (NCP), matando tanto a humanos como a Cylons. Dado que los Cylons son considerados ocupantes indeseados, cualquier humano que les ayude uniéndose a la NCP es considerado un colaborador traidor y, por lo tanto, un objetivo legítimo. Mientras que BSG había codificado anteriormente a los humanos como los Estados Unidos y a los Cylons como el enemigo, estos episodios invierten esa fórmula. Esta problematización del «nosotros o ellos», sin emgargo, ya había aparecido anteriormente en el arco de las torturas de prisioneros cylon (Leoben, Gina, Sharon), arco que resulta más que sugestivo de las posturas deshumanizantes del ejército estadounidense tras lo que se conoció de la prisión de Abu Ghraib. Las repetidas referencias a los cylons como «máquinas», así como el uso más despectivo de los términos «tostadoras» y «skinjobs», funcionan retóricamente para justificar la violencia contra todos los cylons. Además de degradar a los cylons, ese lenguaje los homogeneiza, reforzando la percepción predominante de que todos son iguales y, por lo tanto, pueden ser tratados como un enemigo sin nombre y sin rostro. Lo problemático de la «deshumanización» es que los cylon son finalmente aceptados en cuanto se acercan a la categoría de humanos (tienen emociones reconocibles por nosotros, son capaces de recordar, se redimen por amor y, finalmente, tras la destrucción de las naves de resurrección, obtienen el «don» de morir), cuando dejan de ser la alteridad absoluta y tan radicalmente distintos que podemos reconocerlos como ciudadanos.

«¿Estás vivo? Pruébalo». Aquí la (mini)serie empieza fuerte, cuando la «máquina» le pide al humano que pruebe su humanidad, y no viceversa (also, sexy six)

Esta no es la única ansiedad post-11S que aparece en la serie. En el libro de Susan Faludi sobre Estados Unidos tras el 11-S (mucho menos conocido que Reacción, pero igual de recomendable), The Terror Dream: Fear and Fantasy in Post 9-11 America, la periodista ilustra cómo el miedo a la emasculación y a la feminización se apodera de la sociedad tras el ataque a las torres gemelas y el auge de historias que ensalzaban una masculinidad tipo John Wayne, el vaquero que rescatará a la dama en apuros. Escribe Faludi:

the last remaining superpower, a nation at­ tacked precisely because of its imperial preeminence, responded by fixat­ing on its weakness and ineffectuality. Even more peculiar was our displacement of that fixation into the domestic realm, into a sexualized struggle between depleted masculinity and overbearing womanhood (9).

Aunque no es un tema que salte a la vista de primeras en la serie, creo que sí hay una corriente subterránea de ansiedad respecto a lo que significa ser un hombre. Tenemos a la femme fatale sintética de Caprica Six, con su vestidito rojo minimalista, que no duda en usar su sexualidad para manipular al científico racional, Gaius Baltar, y que consigue con su flirteo tener acceso al sistema de defensa (la femme fatale, tanto la del cine negro tras la Segunda Guerra Mundial como en otras manifestaciones artísticas de finales del siglo XIX, ha sido leída como un producto de la ansiedad masculina ante el poder de la mujer que empezaba a ocupar el espacio público). También nuestra querida Sharon número ocho, tanto en su identidad como Athena o como Boomer, utiliza la sexualidad (consciente o inconscientemente) para conseguir sus propósitos. De hecho, las mujeres en Battlestar Galactica parecen existir para atormentar a los hombres: la esposa muerta de Adama, la mujer del coronel Tigh, la propia Starbuck, el suicidio de Dualla… Además, la serie está salpicada de indicios de esa ansiedad en torno a lo que significa ser un hombre. La propia Caprica Six incita a Baltar en numerosas ocasiones a «ser un hombre», cual Lady Macbeth, y cuando éste dispara a un militar con los fusibles de la cabeza fundidos y lo mata, Caprica Six le dice, satisfecha: «ahora eres un hombre». En la tercera temporada ―si no recuerdo mal― el hijo del comandante Adama, Lee, adquiere una forma blanda y redonda, poco masculina, que aunque está ahí para decirnos de forma algo trasnochada y un tanto gordófoba que el disciplinado militar «se ha dejado» no solo en sus funciones sino moralmente, transmite un mensaje de inquietud ante lo poco masculino de su aspecto. Este miedo a la feminización, cómo no, corría en paralelo en esos sitios de la internet donde hombres muy hombres se quejaban de que las mujeres venían a fastidiarles el juguetito con sus cosas de mujer™. En el portal The Spearhead (Freudian much? Aquí podéis leer la tontería completa de alguien que ha tenido a bien conservarla en su Livejournal), escribieron:

The new series instead had a lot of relationship drama and whiny men who were generally unable to find their way out of a wet paper bag. The new Battlestar Galactica was so feminized that one of the main characters from the original series, Starbuck (who was originally a man), was turned into a woman

Aparte de la ironía de quejarse de forma quejica de los hombres quejumbrosos, lo cierto es que resulta desconcertante hablar en esos términos cuyos personajes femeninos tienen lecturas, en no pocas ocasiones, problemáticas, como analizo después.

A Kara Thrace ‘Starbuck’ le chupan un huevo esas opiniones (also, en esa sonrisa me maté yo)

Sea cual sea la influencia histórica concreta de la serie, el contexto de guerra y huida en el que se enmarcan las cuatro temporadas hace que la institución militar tenga un papel protagonista, con sus controversias, aristas y puntos discutibles. Por ejemplo, el hecho de que se mantenga una civilización desde el principio, con sus correspondientes instituciones o un remedo de estas, pero que esta civilización esté compuesta de prácticamente un solo espacio que no es ni público ni privado, porque son unas naves en el espacio tratando de buscar el mítico planeta Tierra, hace que se diluyan conceptos como la familia (privado) en lo militar (público) y viceversa. El comandante y después almirante Adama es a veces un padre afable y protector y otras un militar severo. Lo primero humaniza la institución militar, porque, fíjate, si son personas como tú o como yo (ya sabes, «mira, si Charlie Kirk tenía mujer e hijos») y con eso parece que nos vale para depurar la imagen de todo una institución. Adama (militar y mejor persona) es un personaje que me encanta, ojo, pero a veces resultaba un poco cargante que quiera tener lo mejor de los dos mundos: ahora me comporto como un padre amoroso, ahora mandan mis galones. Sin embargo, es cierto que la serie deja claro que la civilización que surja en este nuevo mundo no obedece a estos espacios claramente delimitados y que hay que «retorcer las normas» (en palabras de Lee Adama) para garantizar la supervivencia, una estrategia en teoría transitoria.

Futurismo reproductivo

Hace ya un porrón de años me leí un libro interesantísimo (y que en su momento, zigoto que era, me pareció también denso y difícil de entender) que trataba de cómo la ciencia ficción utiliza la figura del niño, The Child to Come: Life After the Human Catastrophe, y que recurría en su análisis a la invectiva contra el niño y el futuro de Lee Edelman en No Future. Muy resumidamente, Edelman cuestiona la idea de que la política, tanto de la derecha como de la izquierda, se fundamenta en lo que él llama el futurismo reproductivo: que la figura del niño encarna el futuro y que, por tanto, la principal obligación de la sociedad es proteger y salvaguardar ese futuro, ensalzando al Niño como el símbolo que organiza la vida moral y política, y juzgando así cualquier posición política en tanto sostenga o no ese futuro. Tal es así que Edelman argumenta que lo queer se articula simbólicamente como antifuturo, antireproducción, o sea, la muerte, (¡la muerte!, léase con la voz del abuelo Simpson), aquello que no garantiza el futuro. Rebekah Sheldon recurre a este concepto en el antropoceno porque lo que antes se daba por sentado, la continuidad de la vida misma y, por tanto, la figura misma del niño, ya no parece tan clara en tiempos del cambio climático. En las palabras de su autora, pretende analizar «los usos figurativos y literales que le damos [al niño] en una época dividida entre un control tecnocientífico sin precedentes y un desastre ecológico igualmente sin precedentes» (104). Ahora, dice, hemos pasado de salvar al niño al niño que salva. Y no solo el niño que salva, sino, según Sheldon, una figuración única del siglo XXI del «niño como recurso» (2). Bajo los regímenes neoliberales actuales, el niño es una forma de capital disponible para su uso (o explotación) y no tanto una subjetividad a la que dar forma. Dentro de un esquema que Sheldon denomina capitalismo somático, el cuerpo es un conjunto de capacidades más que un sujeto unificado.

¿Quién puede matar a un niño? Hera, la niña híbrida, al final de la serie

Entre las películas y series que analiza dentro de lo que llama «apocalipsis de la esterelidad» está Hijos de los hombres y la propia Battlestar Galactica, que reavivan las ansiedades estadounidenses sobre la mujer estéril (otra de las propiedades, por cierto, de la femme fatale), algunas de las cuales aún resuenan con fuerza en las guerras culturales de la actualidad, como el pánico al suicidio racial inducido por los bajos índices de natalidad de las mujeres blancas en comparación con las migrantes y los discursos eugenésicos y esencialistas en torno a la salud del futuro de la nación. Algunas de esas ansiedades tienen su eco en la serie. Laura Roslin, que ya había dicho en la miniserie que lo mejor para la supervivencia de la raza humana era ponerse a tener niños y no continuar una guerra suicida, en algún punto de la serie decide prohibir el aborto a pesar de su feminismo para garantizar la reproducción, no por convicciones morales (tampoco había tenido escrúpulos en ordenar la muerte del híbrido cylon-humano, Hera) sino por su «valor como recurso» ante la disminución de la población humana. Los cylon están también extrañadamente obsesionados con la reproducción. En uno de los episodios más angustiosos de la serie, “The Farm”, que ocurre a principios de la segunda temporada, Kara Thrace ‘Starbuck’, piloto de Viper, bebedora y fumadora empedernida, y visionaria mística muy a su pesar, se encuentra en una sala de recuperación improvisada en un hospital de Caprica, ocupada por los Cylons. Aturdida por la cirugía, Kara despierta ante el rostro comprensivo del Dr. Simon O’Neill, que posteriormente descubirmos que se trata de un cylon tratando de crear una tecnología reproductiva para cylons, quien le dice que se encuentra en un hospital de la Resistencia, ubicado en los terrenos de un antiguo hospital psiquiátrico, recuperándose de una herida. En un momento de lucidez tras el sopor inducido por los medicamentos, Kara despierta después de un examen ginecológico que nos recuerda la turbulenta historia de los procedimientos de esterilización eugenésica llevados a cabo en hospitales psiquiátricos como ese, además del poder patriarcal y condescendiente de dar consejos no solicitados sobre reproducción a una mujer: «Hay que mantener el sistema reproductivo en buen estado. Es tu activo más valioso en estos días. Lo digo en serio. Encontrar mujeres sanas en edad fértil como tú es una prioridad máxima para la Resistencia. Y te alegrará saber que eres un bien muy preciado para nosotros», le dice Simon. Más tarde, Kara, que no quiere ser una mercancía, asesina al médico con un cristal roto y escapa de su habitación. En su deambular por el hospital tratando de encontrar una salida, descubre una granja donde media docena de mujeres yacen recostadas en camillas, con las piernas abiertas, en círculo alrededor de una terminal de control central, lo que nos recuerda también al trato que reciben los animales de granja y el miedo del ser humano a recibir el mismo trato que le damos a los animales, pues se parecen inquietantemente a vacas conectadas a máquinas de ordeño.

Es curioso cómo en la serie la maternidad y la reproducción le otorgan la identidad a las mujeres cylon. Las mujeres cylon de la serie (sexualizadas, además, de modos que no lo están los hombres) que están de alguna forma individualizadas, dejando a un lado el terror a la superabundancia de copias sin límite propia de los cylon, lo están todas en función de su relación con Hera, la niña híbrido, y eso es lo que les confiere su «humanidad» (y neutraliza su poder amenazante).

Papá y mamá

Observa Sheldon que al final de la serie los personajes, que han descubierto un planeta habitado y compatible con la vida humana también en términos de un ADN compartido, comentan cómo se ha reestablecido la relación «entre el hombre y la naturaleza» y que ésta es explícitamente masculina. Para ser una serie en la que no faltan personajes femeninos importantes y cuya búsqueda depende del carisma de Kara Thrace, la determinación de la presidenta Laura Roslin y la astucia política de las mujeres Cylon, hay extrañamente pocas mujeres en las primeras escenas en la Tierra. De hecho, no hay ninguna en los cruciales primeros momentos en su nuevo hogar. Los supervivientes deciden que empezarán de nuevo sin tecnología. Su decisión de «integrarse» (tanto en el sentido tecnológico como reproductivo) refleja una vertiente de la historia del colonialismo, y el grupo que toma estas decisiones es caricaturescamente colonial: todos son hombres, todos son blancos, todos son adultos, todos llevan uniformes de combate y, con la única excepción del coronel Tigh, todos son humanos. Cuando se reintroduce a las mujeres, es para que se vayan de forma para siempre. Roslin fallece a causa del cáncer de mama contra el que ha luchado a lo largo de la serie; Kara anuncia que «su viaje ha terminado» y desaparece, literalmente hace chas y desaparece de tu lado, sin más, demostrando así que su propósito había sido realmente místico y visionario, más que táctico o combativo; las mujeres cylons se alejan de la pantalla con sus cónyuges para seguir una vida como esposas de granjeros.

Cinco hombres y unos prismáticos. Aquí, de safari

Pues habrá que ir terminando

En fin, podría seguir tratando mucho de los temas complejos de la serie pero esto no es una tesis doctoral. La serie fue discutida profusamente no solo en foros sino en medios de comunicación convencionales, sobre todo en lo relativo a tratar de dilucidar cuál era su postura hacia la llamada «guerra contra el terror» y también ha generado debate académico en círculos más o menos reducidos, sobre todo en lo que se ha venido en llamar los aca-fan, o academic fan (un término que me disgusta y que descubrí hace solo unos meses, que como su nombre indica es esa persona del mundo académico a la que le gusta mucho algo y por eso se dedica a investigar dicho algo; por lo que sea, solo he visto usar ese término aplicado al estudio de productos de la cultura popular o frikis, porque todo el mundo sabe que la gente que hace una tesis doctoral sobre William Faulkner lo hace desde la asepesia más absoluta que no compromete su espíritu crítico y sin la menor involucración emocional, no por algo tan vulgar como que le guste). Algunos actores de la serie incluso fueron invitados a una cumbre de la ONU sobre derechos humanos, lo que resulta llamativo en cuanto a cómo se filtra la ficción también en el «mundo real» y no solo al revés.

Qué duda cabe, además, de que Battlestar Galatcica está detrás de otra de mis series favoritas de ciencia ficción de los últimos tiempos: The Expanse. No en vano, si vas a tu sitio de torrents de confianza y le das a buscar Battlestar Galactica, te ofrece resultados de The Expanse. En temática, magnitud y alcance guardan muchas similitudes, algo que dentro de un género como la ciencia ficción tampoco es inusual, de todos modos. Tenemos space opera, terroristas infiltrados, opresores y oprimidos, trasfondo político, episodios de estilo documental que narran «la vida en la nave». El montaje del arco en dos partes de “Pegasus”, además, recuerda al montaje de “Triple Point” de The Expanse. Ignoro si hay influencia directa, de todas formas. Para críticos como Dennis Broe en Birth of the Binge, The Expanse sería una versión recalentada de BSG y que ha perdido no solo las propiedades organolépticas sino toda la incisividad de la «original». No negaré que vivimos un momento de series derivativas, con algunos subproductos descafeinados, pero es que géneros como la ciencia ficción son de por sí derivativos y funcionan en un gran megatexto (como dice Broderick en Postmodern Science Fiction), es decir, en una gran red de referencias compleja, que no operan tanto en un orden jerárquico sino horizontal. Si bien el tono de ambas series es diferente ―Battlestar Galactica es mucho más sombría, The Expanse más luminosa―me pregunto si detrás de aseveraciones como esa no hay cierto prejuicio sobre que lo tortuoso es mejor que lo soleado. Battlestar Galactica, durante muchos episodios, se centraba en las áreas grises de la ética y la moralidad, y lo aplaudo. No compro, sin embargo, que la crudeza y lo retorcido (entendidos, además, como realismo o su cuñado lo verosímil) sean necesariamente mejores que presentar un lado más optimista y esperanzador. De hecho, a veces Battlestar Galactica se pierde en su propia complejidad.

Echando un vistazo a sitios como Reddit, parece haber cierto consenso, nada abrumador tampoco, de que ahora gusta más The Expanse, para llevarle la contraria a Dennis Broe. Yo aquí ni a papá ni a mamá, la verdad. Vista todos estos años después, Battlestar Galactica tiene episodios que son, para mí, historia de la televisión, como “33”, o el citado “Pegasus”. Anyway, ¿por qué elegir?

(Venga, voy a decirlo, que lo estabais esperando: So say we all!)

Severance, el sufrimiento y el capitalismo neoliberal

Hace ya unos años, que ahora parecen tan lejanos como cercanos (veo la fecha en el informe y no me creo que haya pasado ese tiempo ya porque me sigue resultando cercano y, al mismo tiempo, otra vida, otro yo) pasé una depresión malísima. Aparte del sufrimiento que viene ya de serie con un trastorno de ese tipo, recuerdo con nitidez que una de las cosas que me hacían sentir peor, inadaptada a la vida, era no tener trabajo. Mi madre había muerto después de un tiempo de demencia en el que hasta poco antes de su muerte no solo había sido su cuidadora principal sino la tutora legal. Estaba desgarrada, pero también quería recuperar el tiempo perdido (que sentía idiotamente robado, el tiempo que me habían quitado y del que todos los demás disfrutaban) a toda costa, porque además antes de que mi madre se demenciara había sufrido el cáncer de mi padre, del que me había hecho cargo emocionalmente, porque mi madre no era capaz y mi hermano estaba ausente. En poco tiempo me había quedado huérfana, pero la gente a mi alrededor había seguido con sus vidas. Yo no sabía cómo continuar con la mía: ¿me embarcaba en el sueño perdido de tratar de dedicarme a la investigación o viraba hacia algo más corriente? ¿Qué podía hacer con mi errática (in)experiencia profesional? Y entonces, lejos de recuperar mi vida, el tiempo perdido, llegó la depresión y tres ingresos en agudos. Y tenía que lidiar con sentirme inútil porque no tenía trabajo, ni tenía carrera profesional ni ninguna de esas cosas que te ponen el sellito de valía en el mundo capitalista. El trabajo es lo primero que te preguntan cuando te conocen (¿a qué te dedicas?) y las bios de los perfiles de redes sociales están llenos de carreras profesionales a modo de presentación: ingeniero, diseñador, traductor, profesor, escritor, dibujante, periodista, investigador. Cuando no hay carrera aún, recurrimos a los estudios. Pero ahí estaba yo, llorando en urgencias porque me sentía inútil y sin valor porque «me mantenía» mi marido, porque no tenía trabajo, incluso habiéndome dejado los cuernos por la familia y eso no tenía reconocimiento, si acaso lástima. Y encima: ¡qué mala feminista!, sin trabajo pero «viviendo del marido». Por eso, ya mejor, incluso si en mi fuero interno sabía que yo era alguien, un ser humano merecedor de respeto, aunque no pudiese usar una tarjeta de presentación laboral, sentía la vergüenza social y la ansiedad de que alguien me preguntase: ¿qué haces? como atajo a ¿quién eres? Gran parte de mi rehabilitación ha sido desligar, en la medida de lo posible, mi autoimagen de esa subjetividad neoliberal y ha durado mucho más que la propia alta de la depresión, que me di yo misma.

Y así venimos al mundo

Hace unas semanas terminé la segunda temporada de Severance, esa serie sobre los rituales absurdos de la cultura corporativa y la alienación en el capitalismo. Creada por Dan Erickson, cuyo propio sufrimiento en el mundo del trabajo sirvió de inspiración para la serie, y dirigida por Ben Stiller, que atenuó un poco las partes más lyncheanas, su primera y segunda temporadas exploran, en mayor o menor medida qué significa tener un yo en el capitalismo tardío, no solo en el trabajo, o el fantasioso equilibrio ente vida laboral y personal, sino en general. Tanto es así que, según parece, la gente ha empezado a incorporar a su vocabulario las palabras ‘innie’ o ‘outie’ (no en vano se ha convertido en la serie más vista de Apple, incluso más que Ted Lasso). Desde luego que la parte de las condiciones laborales dantescas, las normas absurdas del lugar de trabajo y lo absurdo y alienante del trabajo en sí («misterioso e importante»), de cuyos frutos no te beneficias, en el seno de una corporación gigantesca con tintes distópicos, forman parte del núcleo de la serie en la primera temporada (que es prácticamente perfecta, no tanto así la segunda, que sigue siendo fabulosa, pero no sé si que se hayan alejado de ese núcleo kafkiano tiene que ver en esta apreciación). Pero hay otro tipo de alienación en la serie que es la que tiene que ver con el dolor y el sufrimiento, lo que permite un montón de análisis acerca de cómo lidiamos con él, qué hace el sistema con él, qué papel juega el sufrimiento en el capitalismo. El propio Erickson reconoce que aquellas fantasías de poder desconectar de esos trabajos tediosos el tiempo que su cuerpo tuviese que estar en una oficina era casi más inquietante que liberador. Por supuesto, este artículo no está libre de espoilers.

Doppelgänger

La serie de Apple parte de la premisa de ciencia ficción en la que un grupo de personas acceden a trabajar para una enorme corporación, Lumen, y pasar por un proceso quirúrgico llamado separación, “severance”, por el cual se les implanta un chip en el cerebro, separando o dividiendo sus recuerdos “outies” (creo que en el doblaje está traducido como «fueris») del trabajo de aquellos que viven fuera del trabajo, y viceversa. Esto se muestra visualmente en escenas liminales de ritos de paso en las que los “outies” entran en un ascensor y se convierten en sus yo curritos o “innies” (creo que en el doblaje está traducido como «dentris»). El ascensor baja de algún lugar en la superficie a otro subterráneo, un espacio desconcertante, lleno de superficies planas, decoración retro, pintura blanca y brillante con alfombras verdes y pasillos laberínticos y claustrofóbicos. Después de finalizado el día vuelven a meterse en el ascensor y ascienden, sus cuerpos vuelven a habitar la identidad de fuera del trabajo, y así cada día laboral. Ninguno de los que están allí dentro tiene control alguno ni sobre sus condiciones de trabajo ni sobre la decisión de poder o no dejarlo. Casi todos los que están allí están, digamos, adaptados, y se muestran cooperantes. Mark S (Marx…), que decidió someterse al procedimiento de la separación para olvidarse por unas horas del dolor por la muerte de su esposa, se muestra tranquilo, incluso alegre dentro del trabajo; Irving B (de quién se nos insinuará que es un veterano retirado) comienza la primera temporada como un trabajador no solo complaciente sino adorador de la empresa y sus extraños cultos; Dylan G, cuyo outie está perdido y sin rumbo, puede ser sarcástico y corrosivo, pero disfruta con los incentivos y le hace la pelota a los jefes porque se considera bueno en el trabajo. Todos tienen alguna herida ahí fuera, se nos dice, que les ha llevado a aceptar la separación. Todos, aparentemente, menos Hellie R, de quien descubrimos en el último episodio de la primera temporada que su outie es la hija del magnate de la corporación, Helena Eagan. En principio, su vida ahí fuera es una vida de privilegios, pero se somete a la operación como propaganda y argumento de venta ante aquellos que protestan por la dudosa ética de lo que se vende: si la multimillonaria hija de un magnate lo hace por voluntad propia, para vivir como uno de ellos, ¿cómo va a ser malo? Y es justo su innie, Hellie R, quien no está nada contenta con lo que allí vive, hasta el punto de que intenta suicidarse si con eso mata a su outie, quien en una escena terrorífica le dice: «yo soy una persona, tú no». Será ella, sobre todo, la que impulse una revolución allá abajo, iniciando una reacción en cadena. Pero será también la parte de Mark que, poco a poco, empieza a ser consciente del sufrimiento de quienes lo rodean, empieza a desanestesiarse, tanto fuera como dentro. Y también Irving, el hasta el momento más devoto del culto corporativo, despierta por un amor que duele.

La idea del yo escindido desde luego no nace con Severance: es un tropo común en la literatura gótica y protogótica (Macbeth, una de esas obras consideradas protogóticas, tiene que ver con personajes que tratan de enterrar sus recuerdos sangrientos y cómo esos recuerdos persisten tozudamente en regresar), con sus dopplegängers, fantasmas y redivivos. Nuestra época tiene los suyos propios, más o menos siniestros. Más allá del trabajo o las experiencias traumáticas, la vida digital hace de todos nosotros dopplegängers, como ha argumentado Naomi Klein. Nuestras identidades están siempre en mayor o menor medida compartimentadas por roles y espacios: no nos comportamos de la misma forma en la escuela, que en casa, que de fiesta, que en el médico. Aprender qué hacer y decir en cada uno de esos roles y espacios forma parte de nuestra socialización y cuando hay incongruencia entre lo que se espera de nosotros en cada situación y lo que hacemos o decimos se nos puede señalar como locos, inadaptados o rebeldes. Las identidades, como sucede en Severance, están ligadas a los espacios y construidas por ellos. Ahora le añadimos otra capa de complejidad que es la de nuestros dobles digitales, identidades más o menos curadas en el sentido artístico y de consumo, donde las normas son un poco más difusas. Somos nosotros, pero no somos nosotros. A veces pueden cobrar vida propia y parece que se independizan del yo encarnado que habita al otro lado de la pantalla. Si le añadimos la multitud de herramientas de cuantificación que han surgido en lo que va de siglo (contar pasos, contar calorías, medir la calidad de sueño, los favoritos de las interacciones, las lecturas de cada post que publicas que miden tu valía en función de tu alcance) nos estamos convirtiendo en sujetos escindidos y viviendo una dualidad de sujeto-objeto poco fácil de llevar y que conlleva en no pocas ocasiones sufrimiento. Severance no trata exactamente de esto, pero creo que parte de su atractivo, más allá de la dualidad casa-trabajo, es ese otro tipo de escisión.

No vamos a mejorar tus condiciones laborales, pero, ¡ey, tenemos globitos!

Es por esto que para mí la exploración del sufrimiento está en el centro de la serie. Desde luego, el sufrimiento a manos del capital, las condiciones laborales y de una burocracia deshumanizante e ilógica. Pero también una reflexión sobre lo adecuado o no de enterrar nuestro sufrimiento en lugar de encararlo y qué hace el sistema con el dolor que él mismo genera, directa o indirectamente. El sufrimiento es algo que nos desgarra y nos provoca una herida que tarda mucho en curar y a veces no cura por completo. En ocasiones, como Mark S, buscamos refugio en ese otro yo que trabaja para, por unas horas, olvidarnos de lo que sentimos. Los trabajos mecánicos y automatizados no reclutan ninguna emoción y en ese sentido pueden ser una vía de escape. Sin embargo, parece que esa escisión de Mark y del resto de personajes nunca es perfecta. Como nos enseñan las historias de dobles, siempre hay una grieta por la que se filtra el dolor y nos muestra sus huellas. Hay un momento en el que un personaje, Petey (que había desaparecido y pronto se descubre que había tratado de «reintegrarse» por medio de cirugía para unir los dos yo separados), le dice a Mark que había días que llegaba con los ojos rojos al trabajo y que bromeaban con que le tenía alergia al ascensor, pero que en realidad el dolor que sentía lo llevaba allí dentro también, aunque no lo notase. La teoría de Petey parece corroborarse cuando, poco después, tras atender el funeral de éste, un Mark visiblemente afectado es invocado para una sesión de bienestar donde, al pedírsele que moldee sus emociones con un poco de arcilla, le da forma a un árbol que recuerda ominosamente al árbol contra el que supuestamente se estrelló su esposa en un accidente. El trabajo siempre será un lugar que te facilitará dejar el dolor de lado porque el sufrimiento es contrario a la productividad, que es el mandamiento de nuestros días. Si se muere un ser querido, te conceden unos días para que soluciones los asuntos burocráticos y si los sobrepasas incurres en una infracción y, si me apuras, en un duelo patológico (obviando que el duelo es un asunto no solo personal, sino también cultural, donde el tiempo de duelo que se considera «normal» varía de cultura en cultura). El laboral no es el único contexto en el que no sabemos qué hacer con el dolor. Recuerdo en la escuela sesiones de wellness con el profesor de filosofía, que supuestamente era un psicólogo reconvertido en profesor, y que no desmerecían en nada las sesiones de la señorita Casey en Severance en extrañeza, sobre todo para una chica de quince años. Un día este mismo profesor, jefe de estudios y psicólogo, me hizo una pregunta en clase sobre por qué no había hecho una tarea extraescolar y yo me quedé muda porque, para responderla, tenía que explicar toda la violencia silenciosa del hogar, así que, abrumada, me quedé muda. Me llevaron al director y de ahí al hombre orquesta del instituto que todo lo hacía. También recuerdo como si fuera ayer cuando, de adolescente, le contaba muy afligida a una amiga lo mucho que estaba sufriendo en casa, sobrada de razón y de motivos, y ella me respondió: «pero mira futanita, que se le ha muerto su abuela y ni siquiera ha llorado, yo casi ni me enteré de que había ocurrido». Yo no sabía qué hacer con el dolor, pero nadie parecía saberlo. Aprendes a enterrarlo. Pero, como en el caso de Mark S., siempre hay una grieta por la que se cuela.

La positividad ilimitada es una tirita ante el sufrimiento

Las sesiones de wellness de Severance ilustran el tipo de psicoterapia requerida por el capitalismo neoliberal. En la trama se incluyen como forma de sondear si el proceso de separación se mantiene intacto y no hay ningún contagio en los personajes entre el mundo de fuera y el de dentro, pero temáticamente también simbolizan ese «control positivo», que diría Byung-Chul Han, en aras de la productividad. Las retahíla de frases que la señorita Casey suelta en las sesiones son un ejemplo de esta positividad ilimitada: tu outie es generoso, tu outie sabe nadar con destreza, tu outie es amable, tu outie le ha alegrado los días a la gente solo con sonreír… Con el cambio de una sociedad disciplinaria a una sociedad del rendimiento, es decir, del paradigma del debo al paradigma del puedo (la ética de los sujetos emprendedores), esta psicología positiva del puedo resulta mucho más eficiente a la disciplinaria o negativa del debo en términos de desempeño y resultados. Esto no quiere decir, en cambio, que el «puedo» anule el «debo», pues sigue estando al servicio del rendimiento y la productividad, que son, en última instancia, los mandatos de la tecnología disciplinaria neoliberal, es decir: el mandato del debería. La retahíla positivista de las sesiones de bienestar de Lumon, aparte de ser una medida de evaluación del dispositivo de escisión en los sujetos, no deja de obedecer a un efecto narcótico o anestesiante, pacificador, necesario en el capitalismo, en el que la negatividad (la rabia, el sufrimiento, la frustración) se entiende como algo disruptivo para la productividad. La psicoterapia, en este contexto, tiene un efecto sedante cuyo objetivo es calmar al sujeto de las exigencias de la sociedad del rendimiento que se manifiestan en depresión, cansancio, agotamiento. El sufrimiento ha de ser adormecido para que podamos volver a ser sujetos productivos, no para nosotros mismos, sino para terceros.

El juego de la pelotita, un favorito de la psicología positiva. Os juro de verdad que cuando estaba en la mierda de la depresión me metieron en un grupo en el que hicimos la mierda del juego de la pelotita. Cuando terminó, me encerré en un baño a llorar durante media hora

Es curioso, no obstante, que poco a poco los innies parezcan mucho más integrados que los outies, que se nos muestran aislados, tristes, desconectados, amargados. Esos recién nacidos que son los innies, en gran medida ingenuos y con temperamentos aún no moldeados por el entorno, son capaces de crear lazos afectivos y solidarios y de encontrar cierto disfrute en el ambiente opresivo de Lumon. Mark S. es mucho más agradable que su álter de fuera, Dylan G (escrito en claves TDAH), cuyo outie está perdido y amargado en lo familiar y lo laboral, dentro de la empresa consigue progresar y desarrollarse por medio de tareas pequeñas y concretas y refuerzos inmediatos. Incluso Hellie R, que se rebela desde el principio, se muestra empática, amable, afectuosa, «nunca cruel» (en palabras de Irving), al contrario que su contraparte, Helena, que es fría, distante, desalmada (si bien la serie nos da pistas de que ese talante puede ser producto de represión familiar y que algo en ella quisiera rebelarse, pero está demasiado anulada para hacerlo). Al final, como humanos buscamos reconocimiento social, que nuestras vidas tienen sentido para alguien o algo, y si bien buscarlo en el trabajo es un arma de doble filo, para Irving B., Mark S., Dylan G. y Hellie R. el trabajo es lo único que tienen.

¡No dejes de estar contento, que tenemos que ser productivos!

Otra cosa que me hizo pensar en que el sufrimiento y cómo nos relacionamos con el sufrimiento mientras veía la serie es cuál podría ser la naturaleza del proyecto Cold Harbor, donde Gemma había sido escindida en veinticuatro innies diferentes. La serie nos muestra cómo es sometida a distintas experiencias estresantes y dolorosas en distintas salas controladas, como el dentista, la experiencia de estar a punto de sufrir un accidente de avión, escribir cientos de tarjetas de agradecimiento… Sin saber qué dirección tomará esto en la serie, aquello me recordó a una fantástica historia de Charles Yu, “Standard Loneliness Package”, cuya premisa es que una empresa ha logrado encontrar la tecnología que permite externalizar las experiencias dolorosas, estresantes y desagradables para que trabajadores precarios que curran en una especie de centro de llamadas las pasen por ti. Así les entran tickets que lo mismo son atender a un funeral, ir al dentista a hacerse una endodoncia, confesarle al marido que le han sido infiel… La persona que paga, y el servicio no es económico, puede delegar el dolor en curritos. Parece una metáfora perfecta del capitalismo donde muchos tienen que sufrir para que otros estén bien. Y, si lo pensamos, tenemos ejemplos concretos de trabajos que implican de un modo más literal lo que sugiere la historia: los revisores de contenido que trabajan para Google o Facebook, por ejemplo, que tienen que sufrir imágenes traumáticas para filtrarlas y ahorrarnos al resto de usuarios la experiencia cuando hacemos una búsqueda. La pregunta, a mi juicio, que nos planteaba la historia, más allá o aparte de la metáfora de cómo funciona el capitalismo, era la siguiente: si hemos sido capaces de desarrollar una tecnología que externaliza el sufrimiento, ¿por qué no vale con almacenarla en una máquina y tiene que ser otra persona la que lo sufra? La historia no nos da respuestas, pero parece apuntar a que hay un valor añadido, en estos tiempos sádicos, en que sea un humano y no una máquina, la que lo experimente. Algo que valida nuestro dolor al saber que otro lo sufre. Por eso, al ver los experimentos con Gemma y el contexto por el que otros personajes estaban dispuestos a someterse a la separación, pensé que había una utilidad comercial en el chip: externalizar el sufrimiento, poder desconectarnos de él y que sea otro quien lo sufra, incluso si ese es nuestro doble.

Tienes que endurecerte y dejarte de tonterías si quieres medrar

Que el sufrimiento sea económicamente improductivo y que, como consecuencia, nuestra sociedad se haya vuelto alérgica a las emociones negativas, hace que, como los trabajadores de Lumon, nuestros dobles sean a veces una positividad forzosa y forzada. Nos vemos empujados a mentir sobre nuestros estados mentales y decir que las cosas van bien cuando no es así y, cuando no tenemos fuerzas para mentir, callamos. Que el sufrimiento sea económicamente improductivo y no, sobre todo, dañino para la persona que lo padece, se muestra en todos esos informes que afirman el coste económico que tienen para la sociedad trastornos como la depresión. El sufrimiento psíquico se convierte en una «carga» para la sociedad porque los sujetos se vuelven improductivos y porque le cuestan dinero a la familia y al estado. Incluso en el informe de la OMS titulado «Salud mental: nuevos conocimientos, nuevas esperanzas», se nos dice que: «El dolor persistente es un problema de salud pública muy importante, responsable de enormes sufrimientos y de pérdida de productividad en todo el mundo». Y ahondando en el lenguaje economicista de costo y carga, añaden:

El impacto económico de los trastornos mentales es amplio, duradero y de gran magnitud. Estos trastornos imponen una serie de costos a los individuos, las familias y las comunidades en su conjunto. Parte de esta carga económica es obvia y mensurable, pero parte de ella es casi imposible de medir. Entre los componentes mensurables de la carga económica se encuentran las necesidades de servicios de asistencia sanitaria y social, la pérdida de empleo y el descenso de la productividad, el impacto sobre las familias y los cuidadores, los niveles de delincuencia e inseguridad pública, y el impacto negativo de la mortalidad prematura.

Pero también: «Entre las 10 primeras causas de discapacidad en el mundo, cuatro corresponden ya a trastornos mentales. Esta carga creciente supone un costo enorme en sufrimiento humano, discapacidad y pérdidas económicas».

Sonríe aunque sea de mentira: ¡no seas una carga!

Es por esto que las empresas, en el mejor de los casos, cuentan con protocolos para que puedas volver al trabajo lo antes posible, no por el bienestar personal sino corporativo. En la primera temporada de Severance las tecnologías de control oscilan entre lo crudamente disciplinario (leer un mensaje de contrición por mal comportamiento en una habitación angosta y oscura hasta que el sujeto suene realmente arrepentido, por ejemplo) y la positividad tóxica (desde la primera escena de la serie en la que Hellie R. despierta/nace en una sala de juntas y una voz amable pero ajena a la confusión angustiosa de la trabajadora le incita animosa y alegremente a contestar unas preguntas, como si nada; o a las fiestas del gofre con bailes incluidos). La positividad excesiva ignora el sufrimiento. En la segunda el enfoque es más un exceso de positividad, un poder y control en apariencia más suaves de manos de Milchick, quien también tiene que controlar su furia contenida por el menosprecio y racismo que sufre dentro de la empresa, para hacer su trabajo. Lumon necesita que el trabajo esté terminado lo antes posible, así que trata de lavar su imagen de cara a los empleados por medio de reconocimientos simbólicos (como convertirlos en héroes de una revolución que no fue tal) así que «incentiva» a sus trabajadores con beneficios vacíos de significado y pequeñas concesiones tokenísticas que en nada modifican la estructura de la política empresarial para que la producción siga su curso. Todos esos gestos, por supuesto, esconden (como la furia de Milchick) una violencia contenida. El sufrimiento y la injusticia nunca se abordan, sino que se enmascaran. Y, como nos enseñan las historias de dobles, la represión no suele acabar bien.

Más sonrisas, qué positivos todos

Lo corporativo rechaza la negatividad y se alía con lo terapéutico para anestesiarla, patologizarla y tratarla con bálsamos. No es extraño, entonces, que en esta cultura de positividad sin límites, interioricemos que lo mejor que podemos hacer es enterrarla, ignorarla, desterrarla. El capitalismo dicta que tenemos que crecer sin límites, pretender que nosotros tenemos recursos ilimitados. Claro que podemos, siempre podemos. Y al abrazar la positividad sin límites hacemos caso omiso del dolor y, por tanto, ni lo analizamos ni lo reparamos. Más allá de lo corporativo, recuerdo lo que contaba Naomi Klein en su libro Dopplegänger acerca de su hijo autista. Cómo el chiquillo estaba en el parque tratando de buscar una solución a un embrollo y vino una niña simpatiquísima a echarle un cable desde la camaradería y no la condescendencia. Llegó después el padre de la niña y, llevado por el orgullo de padre y el entusiasmo, se puso a cantar las virtudes de la chiquilla: que si se sabía poemas de memoria, que si bailaba ballet como los ángeles, que si sabía idiomas… Y Naomi pensó aliviada que, después de todo, su hijo se vería librado de esa rueda de crecimiento y perfeccionamiento continuo, que encontraría su camino y sus satisfacciones, pero no seria esa continua mejora del yo de la cultura del «puedo». Dentro de que mi neurodivergencia entra dentro de la categoría de funcional, yo también trato de buscar mi camino fuera de la rueda y del sistema de valores que equipara valía con profesión, reconociendo y aceptando la negatividad, porque, como escribe Han, la vida sin ella se vuelve algo muerto. De plástico.

O como le dice June, la hija de Petey, a Mark en el funeral, quizá la mejor forma de lidiar con una situación difícil en la vida no es apagar la mitad de tu cerebro durante la mitad de tu vida.

Pánico moral, sexismo y misoginia: el pánico satánico, el PMRC y otras fiestas de guardar (parte 1)

Introducción: de por qué me he puesto a pensar en esto, era por mayo era por mayo cuando hacía la caló ¯\_(ツ)_/¯

La prueba de traducción de un libro (del que creo que no puedo hablar porque, en el momento de empezar a escribir este artículo*: 1) no sé ni siquiera si me lo van a dar y 2) ni siquiera está aún publicado en inglés) me ha recordado una cosa a la que le llevo dando vueltas mucho tiempo. Todo empezó cuando estaba escribiendo un ensayo para una asignatura del máster y anduve documentándome. Buceando en el estiércol, me topé con un vídeo que, básicamente, comparaba a Anita Sarkeesian (la crítica cultural, ya retirada, que hacía vídeos sobre el sexismo y la misoginia en los videojuegos) con el PMRC (Parents Music Resource Center, o Centro de Recursos Musicales para Padres, el comité tristemente célebre por la campaña de las pegatinitas del Parental Advisory: explicit lyrics; más información sobre esto en el artículo). En aquel vídeo, con aquella comparación, venía a reducir la crítica feminista que ponía sobre la mesa la cosificación de mujeres con el pánico, la censura y el conservadurismo moral. ¿Por qué estaba comparando la crítica cultural con el pánico moral? ¿Qué tenía que ver aquel episodio con Anita Sarkeesian?, ¿que eran mujeres? Es más, revistando aquellas declaraciones en el senado ¿no podía decirse que sí había un poquito de misoginia, y que la misoginia era independiente de si aquellas mujeres tenían razón en todas sus pretensiones? Este proceso mental me recordó también a los riachuelillos de tinta que hizo correr todo este rollo de la RoRo y las tradwives y el papel que las narraciones desempeñan en la cultura. Había una parte importante de respuestas que, no sé si con desidia, ignorancia o mala fe, venían a desarticular cualquier intento de analizar el discurso de sus vídeos con la perogrullada de: «qué vueltas le dais, si no son más que ficción». No nos tienen que importar porque son ficción y RoRo y las demás nada más que personajes. Ah, bueno, pues ahora devuelvo mis títulos, aquí no hay nada que ver. Los libros son libros, las películas son películas, los vídeos son vídeos y una rosa es una rosa es una rosa es una rosa.

Creo que es evidente que la ficción conforma nuestras vidas, que somos seres narrativos y que son las narraciones las que nos dan sentido, a nuestras identidades y a nuestro estar en el mundo. Esas narraciones no se encuentran solo en la ficción, escrita o audiovisual, sino en todo lo que nos rodea: lo que nos dicen los demás de lo que somos, amigos y enemigos, recortes de prensa, juegos infantiles, proclamas políticas, historias de TikTok e Instagram. Algunas de esas historias sí son verificables y entran en el juego de verdades y mentiras, pero incluso aunque su juego sea ese, no es el único y se pueden analizar como ficciones. Por ejemplo, la meritocracia es una ficción verificable. Es una mentira, currárselo más o menos, tener más o menos talento no es lo que explica el éxito y el bienestar que consigamos en la vida. Sin embargo, como ficción, como discurso, podemos analizarlo, hacerlo pedacitos y ver qué nos quieren decir, cuál es su función, cuál es su poder como historia. Un poco así también funcionamos los humanos. Cogemos los pedacitos de vida que recordamos, los que parece que nos hablan a nosotros, e hilvanamos una historia que nos diga quienes somos. Algunas de esas historias no encajan bien, como esperamos de las buenas ficciones, algunas incluso chocan como placas tectónicas y provocan terremotos, grietas en nuestra identidad. Otras pueden convivir más fácilmente, incluso simultáneamente, hasta ser verdad al mismo tiempo.

Nunca nos vamos a poner de acuerdo en el papel que juega la ficción en nuestras vidas, si sobredimensionamos su influencia o la infravaloramos (psicológicamente, moralmente, estéticamente). No me parece mal, los debates no son estériles y es a través de ellos, cuando son de buena fe, como encontramos puntos ciegos, visiones alternativas… pero no creo que podamos negar radicalmente el papel de la ficción en la vida, porque es «mentira». Ese no es el papel de la ficción, la ficción no es ni verdad ni mentira. Y, como decía más arriba, a veces los discursos conviven sin negarse mutuamente. Por eso aquel vídeo que comparaba los vídeos de Anita Sarkeesian con el PMRC me pareció tramposo, y ni siquiera porque piense que el PMRC no tuviera parte de razón en lo que respecta a la imaginería misógina (palabra que ni siquiera emplearon porque nunca se presentaron como feministas, sino como madres en defensa de las familias) sino porque en estos tiempos de internet cualquier crítica a las representaciones de la ficción es fácil que termine con un «las feministas no sé qué…». Si algo me quedó claro con los fragmentos de vídeo del PMRC es que había dos discursos en paralelo: la misoginia y el pánico moral, y las dos cosas no se cancelaban automáticamente como en una mágica operación matemática. Las mujeres que montaron la campaña sufrieron misoginia en tanto que mujeres y madres (Paul Stanley, por ejemplo, las instaba a que volviesen a la cocina a hacer galletas y Blackie Lawless comparaba jocosamente las siglas del PMRC «con ese problema que tienen las mujeres todos los meses») y, al mismo tiempo su discurso, tosco y poco elaborado, estaba entrelazado con el conservadurismo moral de la época, porque también les preocupaban las mujeres que se tocan demasiado y el rayo lesbianizador. Que se presentasen como madres hacía, o pretendía hacer, que su discurso resultase más «palatable» a la famosa «mayoría moral» de un amplio espectro político, es decir, un discurso natural y no ideologizado y, por tanto, antinatural. Sin embargo, presentarse como «madres preocupadas» también les atrajo el discurso misógino, encapsulado en el apodo que les endilgó Frank Zappa de “Washington Wives”. Por otro lado, el meter en el mismo saco la misoginia y la cosificación, de una forma tímida y pobre analíticamente, con el miedo a Satanás hizo que lo primero se diluyera en un discurso marrón de colores entremezclados que no se podía tomar en serio.

Me dicen que hay que poner imágenes porque muco texto, y no sabía qué poner aquí pero como luego hablo de esto pues ea. Aquí MichaelMyers, aquí unos amigos

Yo fui adolescente en los noventa y llevo treinta años escuchando metal (entre otros géneros, pero una parte importante de mi corazón está ahí: ahí queda para los que quieren ejercer el gatekeeping del género y esa tontería tan grande de «si no eres practicante no puedes criticarlo»; no, noy a citar tres canciones de grupos obscuros para satisfacerte), in and out of rock, mi madre poseída por la madre de Carrie me tiró la zapatilla a grito pelado y casi me desgarra un póster de yo qué sé qué inocuo grupo porque «Satán está en esta casa» (verbatim, no me resulta fácil olvidar esas palabras, aunque ahora me ría, porque encima siempre crecí sintiéndome mala). Defender de una supuesta censura un género que servía para canalizar la rabia, la ira, la frustración, para evadirte y montarte tus películas, de cualquier crítica que vieras como amenazante puede ser hasta entendible. Mejor ponerlo debajo del felpudo donde pone «pánico moral» y ya está. Del mismo modo, la fina línea entre la recomendación y la censura de la época del PMRC nos pone en guardia, con necesidad de cerrar filas con ese instinto gregario que tenemos, para lo bueno y para lo malo, en torno a algo para no ser vistas como el enemigo.

Yo fui adolescente en los noventa, decía. Fue la época de nuestros propios pánicos morales, si se quiere decir así, con el asesino del rol, el asesino de la katana, Alcásser y la preocupación natural sobre esa época turbulenta que es la adolescencia, sobre todo en las mujeres, que yo personalmente pasé con rabia y sudor. Así que la paranoia de mi madre, que veía todo como amenazante, creaba un escenario donde esos miedos se encarnaban en un elenco de personajes reales e irreales y, de haber sido por ella, me habría encerrado en casa para que no viese el sol hasta los treinta. «Satán» era la rebeldía adolescente que se oponía a ese destino, las malas influencias de una música que no comprendía y vestir de negro. Y la tele le daba un poco la razón. El batiburrillo de miedos inespecíficos y la preocupación que trae consigo la adolescencia (para todas las partes implicadas) se mezclaban de nuevo en ese todo marrón. Sin embargo, la paronia no quitaba que no hubiera preocupaciones legítimas. Satán para mí como atea no es una preocupación real, pero la misoginia y la violencia sexual sí lo son, como mujer. Por tanto, echar la vista atrás y reconocer que aquello existía en las letras y en los vídeos y preguntarnos qué discurso transmite, qué discurso interiorizas, de qué formas construíamos la imagen de nosotras mismas en un contexto tan homosocialmente masculino, no es «pánico moral», es análisis social. Y no uno en el vacío, como pasatiempo, sino que tiene implicaciones reales, algo que atestigua, por ejemplo, que la danesa Myrkur recibió amenazas de muerte por Facebook porque a los trve blackmetaleros no les gustaba lo que hacía. De la misma forma, discutir lo apropiado de la clasificación por edades de según qué productos culturales no es equiparable a la censura ni tampoco es un pánico moral de agarrarse las perlas si no se hace en esos términos. Más discusión (con vocación de entendimiento) es lo que hace falta y no el encogimiento de hombros del «no es más que teatro» o «no es sino una fantasía», que es el equivalente, en flojera intelectual, al recurso de «lo hizo un mago». Escuchar a Cannibal Corpse no te va a convertir automáticamente en un violador asesino y necrófilo, pero no podemos pretender que hay una barrera impermeable entre las ficciones y la realidad como si fueran compartimentos estancos.

¿Significa eso que a la ficción le están vedados los temás difíciles, que la ficción no puede hablar de violadores necrófilos? No lo creo. Siempre he creído que la ficción es una herramienta poderosísima para explorar temas complicados y difíciles, y por eso no quiero que todo se convierta en un plácido campo de amapolas y buenos sentimientos. La cuestión es que escoger temas difíciles solo por conmocionar es algo un poco passé ya. Explorar sentimientos violentos para cuestionar la moralidad bienpensante de la pequeñoburguesía igual queda bien en el abstract, pero permíteme si quiuero ver el desarrollo. Explorar sentimientos violentos no tiene por qué equivaler a glorificarlos y la defensa irónica, dentro de la cual entra tanto el argumento de la provocación como el de la burla a conveniencia (el «era broma» cuando ves que alguien se molesta), no te absuelve de toda crítica. Pero no todo es el miedo satánico del malo maloso o la corrupción moral. No puedo hablar de la adolescencia en general, pero puedo hablar de la experiencia de serlo y de tener amigas que también lo fueron. Recuerdo con qué ansia escrutaba los vídeos musicales buscando los códigos de lo que gustaba a los chicos, como mensajes encriptados, escrutar los cuerpos, los peinados, la ropa, el maquillaje, las posturas. Recuerdo poner los ojos en blanco con esos anuncios de la Heavy Rock de mujeres voluptuosas con poca ropa que posaban junto a motocicletas, pero al mismo tiempo interiorizar que mi moneda de cambio era de naturaleza sexual: tenía que ser joven y sexy, pero no demasiado puta. Aquello no estaba solo en el metal, desde luego, era el signo de los tiempos. Y con esos códigos de lo que significa ser mujer tenía que navegar el mundo, con la sensación de estar haciéndolo siempre mal.

“Girls on Film”, de Duran Duran, el soft porn de la época

Y todas estas cosas y otras muchas que no he verbalizado daban vueltas en mi cabeza, como alocados electrones, y estamos solo en la introducción. El PMRC, una organización liderada por mujeres adineradas entre las que se encontraba Tipper Gore, esposa del entonces senador Al Gore, al mezclarlo todo en un tosco pote sin un armazón teórico que lo sustentara, terminó siendo una cosa un tanto chusca y ahora lo observo como una suerte de oportunidad de perdida para hablar de cosas importantes, pero también puso en evidencia la misoginia latente de la industria. En 1985, una época metida de lleno en el conservadurismo, pero también de extendidos debates sobre la violencia sexual y la pronografía, elaboraron una lista de lo que llamaron las “filthy fifteen” (la traducción podría ser desde las «quince guarras» a las «quince indecentes»), una lista de canciones de pop y rock cuyo criterio de inclusión contaba con distintas categorías: drogas, alcohol, sexo o masturbación y el ocultismo. Las categorías desde luego nos indican que son de carácter moral, por el bienestar de la infancia, sin que se haga mención en ellas a la violencia sexual contra las mujeres (como sí se hará después, casi como un aparte, a la hora de describir algunas canciones, pero nunca desde un análisis social) y se cuidan mucho de usar la palabra feministas o misoginia: son madres preocupadas ante las, según ellas, alarmantes cifras de violaciones y embarazos adolescentes. Querían que la industria de la música tuviera un sistema que guiase a los padres sobre la idoenidad de la música que escuchaban sus hijos, al modo del sistema de clasificación por edades de las películas, con una pegatina pegada en la caja. Que fueran los ochenta, una época que, junto con el principio de la siguiente década, fue conocida como el satanic panic, no hizo sino emborronarlo todo. Su campaña terminó con la presencia en el Senado de algunos miembros de bandas defendiéndose de las alegaciones del PMRC, cuyos vídeos puedes encontrar en YouTube. Pero ¿qué fue exactamente eso del pánico satánico y por qué rima en las dos lenguas? ¡No tengo respuestas para todo, pero vamos a intentarlo!

Venga, me pongo a ello: Pánico satánico en los años ochenta

¿Qué es eso del pánico satánico? ¿Qué es un pánico moral? ¡Cuántas preguntas! El pánico satánico, por quitarme eso de encima ya mismo, es sobre todo conocido por una serie de casos de lo que podríamos llamar histeria colectiva en los que empezaron a sucederse denuncias de abusos sexuales en guarderías de EE UU con acusaciones cada vez más delirantes que empezaron a incluir sectas de adoradores de Satán, si bien la preocupación se fue filtrando en el consumo de determinados productos culturales como la música (el heavy metal en particular) y los juegos de rol, por nombrar los más conocidos.

¿Y cómo se llegó a eso? Mirad, para contestar a esta pregunta es como lo de que para hacer una tortilla hay que construir un universo. Así que primero hay que hablar de los años ochenta y para hablar de los años ochenta hay que entender qué pasó en los setenta como resaca de los sesenta. Lo siento, yo no pongo las normas.

Pues bien. Corrían los locos años 80, una época de crisis, recesión, reaganomics, laca, cochazos, mallas ajustadas, satanismo y pelos de colores. Los ochenta son conocidos no solo por el synth pop, el post punk o el hair metal sino como una época de pánico moral que puso su ojo de Sauron en la música, el heavy metal, pero también los juegos de rol (o sea, Dungeons and Dragons) y las guarderías. Si los setenta se ven hoy en día como la tremenda resaca de la revolución de los sesenta, los ochenta son la eclosión de todas las ansiedades que se fueron gestando la década anterior y que desembocaron en una tremenda paranoia colectiva. En lo que a la música se refiere, este momento de pánico moral acabó en comparecencias en el Senado en las que el grupo de campaña del PMRC (Parents Music Resource Center, Centro de Recursos Musicales para Padres) presentó pruebas de la supuesta peligrosidad de las letras de las canciones de la música popular, en especial del heavy metal. La lista de los daños que presentaban era tan larga como pavorosa: te llevaba al suicidio, la violencia, las drogas, la locura, las autolesiones y, por supuesto, el satanismo. Las comparecencias llegaron incluso a inspirar una serie de estudios dentro de la psicología que afirmaban que el heavy metal era pernicioso.

Vale. Eso está muy bien. Pero ¿qué es un pánico moral? Aquí es necesario introducir un poco de teoría. El término «pánico moral» es un término que proviene de la psicología, en concreto fue acuñado por Stan Cohen libro Folk Devils and Moral Panics (de 1972), donde analiza las subculturas juveniles, sus problemas y, sobre todo, la violencia entre mods y rockers. Cohen lo define de la siguiente forma:

«Una condición, episodio, persona o grupo de personas que emerg para ser definida como una amenaza a los valores o intereses sociales; su naturaleza es presentada de forma estereotipada y estilizada por los medios de comunición; se construyen barricadas morales por parte de editores, obispos, políticos y otras personas de pensamiento conservador; los expertos autorizados por la sociedad pronuncian sus diagnósticos y soluciones; surgen formas de afrontar el problema o (más a menudo) se recurren a ellas; la condición entonces desaparece, se sumerge, o se deteriora y se hace más visible»

Argumentaba que la existencia de la pequeñoburguesía, siempre pronta al pánico, en vez de encarar sus propios miedos acerca de la proletarianización de la sociedad, entró en pánico por unas fronteras morales simbólicas mientras el poder de la prensa garantizaba que el resto de la sociedad hiciera lo mismo. Según Cohen, una vez que la prensa había estigmatizado a los mods y rockers de la clase trabajadora, la policía, los magistrados y los emprendedores morales neofascistas habían amplificado esa supuesta desviación porque les aterraba la «permisividad». Cohen identificó también el papel fundamental que desempeñaron los medios de comunicación en exacerbar un problema social, de tal manera que se viera necesario que las autoridades tuvieran que internevir agravando y amplificando el problema. Es decir, el pánico moral no es algo que se construya, generalmente, sobre la nada, sino que exagera hasta el paroxismo preocupaciones reales, en muchos casos genuinas y, en el proceso, las desfigura. Cohen, eso sí, le ofrece un papel preponderante a los medios de comunicación, algo que es observable en muchos de los «pánicos», especialmente si ahora incluimos las redes sociales, si bien los juicios de Salem, ese mito fundacional del pánico moral antes de que fuera mainstream, consiguieron sobrevivir y florecer sin ellos. En este caso el pánico funcionó sobre todo gracias a la emoción colectiva (de miedo, de paranoia) y a las autoridades. En el caso de los juicios de Salem de 1692 fue la gente local la que quedó enredadada en una espiral de acusaciones donde se vieron doscientas denuncias, treinta juicios que llevaron a la mierte de quince mujeres, cuatro hombres y (I shit you not) dos perros antes de que las autoridades superiores pudieran intervenir para calmar la situación.

El hecho de que Cohen publicara ese libro en los setenta nos cuenta un poco de esa tensión que empezaba a vivirse en un momento en que el historiador Philip Jenkins llamó la década de las pesadillas. El pánico satánico de los ochenta se había estado cociendo a fuego lento en la década anterior. Los Estados Unidos se veían atacados desde el interior y desde el exterior. Nixon, garganta profunda y los experimentos de control mental empezaron a salir a la luz.

Si los sesenta habían cuestionado la familia tradicional y la autoridad patriarcal, durante los setenta el declive de esas instituciones se fue atribuyendo a la inmoralidad y a la indecencia en vez de a los cambios sociales o culturales. Los valores de la revolución de los sesenta, que exigían más autonomía para los niños, los jóvenes y las mujeres, desenterraron posteriormente las inquietudes legítimas y genuinas sobre la explotación, el abuso sexual y la violación (incluyendo, sobra decirlo, la extra y la tan silenciada intramarital o familiar). Mientras que los sesenta abogaban por la liberación (en el consumo de drogas, en los roles de género, en el sexo), los setenta, con su creciente preocupación por el crimen y la inmoralidad, abogaban por el control. Los setenta estuvieron marcados por una creciente sensación de ansiedad sobre el cambio social, así como el resurgir de los valores conservadores y un renovado interés en la religión tradicional. En respuesta a los cambios insinuados por los sesenta, los evangélicos cristianos de los setenta se sintieron cada vez más alarmados por la erosión de las estructuras de la familia tradicional, la moralidad sexual y el recato. Esta inquietud jugó un papel importante en la aparación de la derecha cristiana como grupo político influyente. Llevada por figuras como Jerry Falwell, un televangelista y líder político, la derecha cristiana, también conocida como la «mayoría moral», aspiraba a promulgar y aprobar leyes que reflejasen sus valores judeocristianos. Esta tensión se ve claramente en las películas de los setenta, que expresaban visiones conflictivas acerca de qué dirección tenía que tomar Estados Unidos, si el pluralismo y el egalitarismo o la autoridad y la tradición.

El pánico también estaba relacionado con la Nueva Derecha, que surgió en los ochenta en medio de la inestabilidad económica, incluso entre los blancos ricos de los suburbios. Varios grupos conservadores, incluidos los llamados «neoconservadores» (paleoconservadores, que diría Rick Roderick), libertarios y cristianos evangélicos ganaron notoriedad en los setenta. La Nueva Derecha estaba modelada como otros movimientos identitarios de clase media de la época, pero a pesar de las diferencias ideológicas se unieron en oposición al activismo de los sesenta y los primeros setenta. Las feministas, el activismo queer, el black power y los científicos eran el objtetivo principal de los conservadores. Los comunistas, claro, también estaban vilipendiados, retratados por los conservadores como hippies vagos, avariciosos y peligrosos. El activismo de los sesenta, en definitiva, estaba retratado como una amenaza directa a la amenaza de la familia nuclear, que era el pilar de los conservadores. La oposición de los evangélicos a la ciencia, evidente en las campañas por eliminar la teoría de la evolución de los libros escolares, contribuyó no poco a la imagen del científico como ser amoral, perturbador, siniestro o socialmente inepto.

En esta época de reacción, el feminismo tenía su antifeminismo. Phyllis Schlafly, una abogada antifeminista y promulgadora de los valores tradicionales (que las mujeres se quedaran en casa a cuidar de la familia en vez de ir a trabajar) tuvo un papel fundamental en la movilización de los conservadores y los cristianos evangélicos. Schlafly fue una activista católica que en 1972 empezó una campaña en contra de la ERA (Enmienda de Igualdad de Derechos o Equal Rights Amendment, en inglés). Cuando, en un programa de televisión, fue preguntada por aquellas madres que no tenían más remedio que trabajar porque necesitaban desesperadamente el dinero para alimentar a sus familias, ella respondió que «el sueño americano no es contratar a extraños para que cuiden de tus hijos. El sueño americano es una madre sacrificando su carrera profesional para darle a sus hijos el mejor cuidado posible» (1989). De nuevo, el pánico moral explotaba el miedo que sentían los padres de dejar solos a los niños con extraños, en una sociedad cambiante (por razones socioeconómicas) compuesta cada vez más de familias monoparentales.

Phyllis Schlafly: la verdadera cara del mal

El episodio más infame de lo que ahora conocemos como pánico satánico fue la llamada «epidemia de abuso infantil», posteriormente la epidemia de «abuso ritual satánico», de la que hablaré más adelante. Al principio, el término «satánico» solía acompañar a la palabra «ritual», pero el adjetivo perdió la popularidad al no poder demostrarse las repetidas acusaciones de que los acusados fuesen adoradores del diablo o de que formasen parte de un grupo satánico. Es interesante apuntar que el concepto de «abuso infantil» era algo nuevo en una época que empezaba a albergar concepciones ambivalentes sobre la infancia más allá de su simbolismo de inocencia o pureza, como muestran las películas de terror como El exorcista o La profecía y, en otra dimensión, La semilla del diablo. El reconocimiento del abuso sexual como entidad legal y social surgió en los años sesenta, a raíz de varios casos de maltrato infantil que tuvieron gran repercusión mediática. Es más, el eslógan que emergió de los casos en las guarderías, “believe the children”, daba a entender que antes no eran creídos y que había que escucharlos como testigos. El pánico se originó, hasta cierto punto, de preocupaciones genuinas acerca del problema hasta ahora silenciado del abuso infantil, que en lo legal cristalizó en la Child Abuse Prevention and Treatment Act (CAPTA) de Richard Nixon, aprobada el 31 de enero de 1974. La CAPTA marcó el primer intento exhaustivo de reconocer que un número considerable de niños en Estados Unidos sufrían daños o incluso la muerte a manos de sus padres o cuidadores. Antes de esto el abuso infantil no existía como una forma distintiva de maltrato y los casos de abuso se trataban, si es que llegaban a tratarse, de forma informal, en las familias, las comunidades o, como mucho, en una agencia de protección de menores. Las guías terapéuticas llegaban a aconsejar que no se emprendiese ninguna acción legal porque consideraban que las emociones que la investigación o el juicio provocarían eran mucho más dañinas que el propio contacto sexual indeseado, que apenas era traumático. Con esta ley, sin embargo, los pediatras (hombres) se convirtieron en la autoridad referente del abuso infantil, atribuyéndolo en muchos casos a las «malas madres» sin tener en cuenta ningún otro factor social o económico. La legislación posterior trató de abordar aspectos más concretos, pero siguió apoyándose en los criterios de los médicos, en masculino, y los testimonios de los hombres blancos de clase media de los suburbs. El pánico, desde luego, no hizo nada por solucionar el problema del abuso infantil, pero nos da la pista de que, en no pocas ocasiones, detrás de los llamados pánicos morales hay una preocupación genuina o un problema real, que se exagera y se distorsiona hasta ser parodiable.

¿Cómo empezó el pánico del abuso ritual satánico?

En agosto de 1983, una madre denunció en la comisaría de Manhattan Beach que su hijo de dos años y medio había sufrido abusos sexuales de su profesora en la guardería McMartin. Tras esta denuncia, el jefe de policía Harry Kuhlmeyer envió una carta a todos los padres, un total de doscientos, con la intención de alertar y preguntar a los padres (doscientos en total) sobre otros posibles actos criminales en las instalaciones. La carta incluía una descripción gráfica de los posibles actos criminales, explicando que Ray Buckley, hijo de la propietaria, podía haber incurrido en delitos de abuso sexual. La carta, para sorpresa de nadie, contribuyó más al miedo que a la investigación. Cerraron la escuela, un grupo especialistas en abuso sexual llegaron a Manhattan Beach para trabajar en el caso, entrevistar a los niños y se presentaron enseguida cientos de cargos contra Ray Buckley y su abuela, Virginia McMartin, la propietaria de la guardería, los empleados del centro y hasta policías. De esta época son los muñecos anatómicamente correctos donde los investigadores, la más prominente de todos Kathleen McFarlane, le pedían a los niños que señalaran dónde les habían tocado (un método cuestionable y que se demostró que sugestionaba a los niños). La investigación, que se discutió en los periódicos y en los programas de debate televisivo, suscitó la preocupación en todo el país y sirvió para desencadenar una ola de acusaciones que eran una variación del caso McMartin. El pánico se desató.

En cuanto a lo que se ha llamado «abuso ritual satánico», el término se le atribuye al doctor Lawrence Pazder que presentó un artículo en la APA, la asociación americana [sic] de psiquiatría, para su reunión anual. Un año antes, coescribió con Michelle Smith el libro Michelle Remembers (1980), un testimonio en primera persona que cuenta los supuestos recuerdos recuperados de la tal Michelle Smith que alegó haber sido víctima de un abso ritual y de control mental (perdón por el ripio) durante su infancia, en 1955, cuando tenía cinco años. El libro, estilística y estructuralmente, recuerda a las narraciones de cautiverio que cuentan con una larga historia en Estados Unidos desde las colonias, pero aquí se cambian los salvajes indios por satanistas. Las alegaciones de aquellos llamados «recuerdos» hace tiempo que se han desacreditado, puesto que, por ejemplo, Michelle aparece en el anuario de su clase de 1955 y además iba a clase a menudo, un tiempo en el que, según el libro, ella asegura que estaba encerrada en un sótano. Sin embargo, el libro fue un éxito y Michelle y Pazder dieron muchas conferencias. Otras memorias que se vendieron como «historias reales» fueron The Satan-Seller (1972), de Mike Warnke y He Came to Seth the Captives Free de Rebecca Brown. El libro de Mike Warnke fue la primera narrativa sobre la actividad de un culto satánico y se le reconoce como el catalizador del pánico satánico. Por otro lado, el libro de Rebecca Brown que se publicó mucho más tarde que los anteriores, presenta un relato mucho más sensacionalista. Si algo demuestran estas obras es que el discurso que alimentó el pánico satánico evolucionó y sobrevivió a finales de los ochenta y principios de los noventa.

Boys will be boys

Gracias a la diseminación de estas historias de a través de la televisión y la acceptación de los psiquiatras, los «supervivientes» de estas historias insólitas atrajeron un público importante y ganaron una mayor credibilidad. Por ejemplo, en el caso de los recuerdos, las teorías sobre la memoria y el papel del trauma en los trastornos psicológicos estaban cambiando. En los setenta y en los ochenta un grupo de psicólogos y psiquiatras empezaron a explorar la idea de que la gente podía reprimir recuerdos de abuso o trauma pero que éstos podían recuperarse en terapia. De este incidente nació la invención de la famosa muñeca que se enseñaba a los niños con un «dime dónde te ha tocado x» y ahora sabemos que los recuerdos no se recuperan como pensaban pero sí se pueden inducir. En la revisión del DSM-III-R se incluyó la «amensia psicogénica» y el trastorno de personalidad múltiple como diagnósticos verificables. EL DSM-III-R añadió además criterios para diagnosticar la multiplicidad en virtud de abuso satánico (MPD-SRA, “multiplicity pursuant to satanic ritual abuse”).

Es importante, entonces, señalar que la paranoia colectiva fue aprobada por varias instituciones y no solo por los medios de comunicación (que emitieron programas donde Pazder y Michelle Smith fueron no solo a promocionar su libro, sino en calidad de expertos, junto a Lauren Stratfor, la autora de Satan’s Underground). Las discciplinas psi (psiquiatría, psicología, psicoanálisis) dieron una pátina de verdad o, cuanto menos, legitimidad y verosimilitud a una realidad inexistente. Discursos de todo pelaje (de autoridad, sensacionalistas, testimoniales, abusos reales) se vieron mezclados en una ensalada de realidades y conceptos.

En una época donde la televisión llegaba a más hogares que nunca hasta el momento, los hechos y la ficción se mezclaron en la mente del estadounidense común, donde las representaciones de los suburbios o barrios residenciales (blancos de clase media) empezaron a vincularse cada vez más con los fenómenos sobrenaturales. Las películas y las noticias de los periódicos sensacionalistas mostraban extraterrestres, fantasmas y asesinos en serie demoniacos como las amenazas más peligrosas de estas zonas residenciales tan pacíficas. La demonización de los sesenta se intensificó con la presidencia de Ronald Regan en 1980 y se entrelazó con los relatos de los suburbs como un reino acechado desde dentro por fuerzas paranormales. Seguro que ya has adivinado que la película Halloween (1978), dirigida por John Carpenter, es un ejemplo perfecto de esta inquietud creciente. Si, como dice Paul Wells, «la historia del cine de terror es fundamentalmente una historia de la ansiedad del siglo XX», entonces las películas de terror de los setenta nos dicen mucho de cuáles eran las ansiedades de la vida estadounidense. Rosemary’s Baby (1968), si bien es una película de finales de los sesenta, refleja el miedo moral y social de los setenta en torno a la familia y la religión. Los temas de la película, como la manipulación religiosa, la paranoia, el engaño y la falta de control y autonomía del propio cuerpo, son aspectos fundamentales de los setenta. Del mismo modo, la película El exorcista (1973) trató el tema de la posesión demoniaca, la pérdida de la fe y cuestionó la idea de que la religión fuese, en última instancia, una fuente para el bien. La película, ambientada en la casa de Reagan y Chris MacNeil, una madre soltera con un padre ausente, refleja la tensión que rodeó el cambio en la institución de la familia.

En La profecía (1976) la venida del mismísimo anticristo sucede en el seno de una importante familia, dentro del mundo político. Damien Thorn, el hijo de Satán, es adoptado en secreto por un embajador estadounidense. Aunque la película no profundiza, como El exorcista, en los conflictos de los hijos que se rebelan contra sus padres, el tema queda ahí flotando. Con la creciente preocupación por la desintegración de la familia tradicional no es raro que el anticristo adopte la forma de un niño. Todas estas teorías sobre la posesión demoniaca se alimentaba de los miedos provocados por las cifras cada vez más altas de divorcios y de las familias monoparentales, sobre todo de madres, el lado oscuro de la revolución sexual y las consecuencias de estos cambios en el cuidado de los niños. En estas películas también se sugiere una ambivalencia hacia la infancia: inocente y, por tanto, necesitada de que se la proteja del mal, pero al mismo tiempo capaz de los horrores más terribles.

El mal no descansa, pero él tampoco

Para tener el plato completo antes de acabar por hoy nos falta un ingrediente que le daría forma a la parte «ritual» del abuso ritual. El reverso tenebroso de la camaredería hippy de amor libre y compañía de los sesenta fue el de las sectas, donde el amor no era libre y la camaradería mutaba en sometimiento. Decía que Estados Unidos se sentía amenazado desde fuera y desde dentro. Una de esas amenazas interiores fue la de las sectas, desde las sectas terapéuticas que te prometían alcanzar todo tu potencial, a la est (Erhard Seminar Training), o las más siniestras como la de Jim Jones que terminó en la masacre de Guyana en 1978, donde el horror provocado por aquel suceso pareció borrar de un plumazo toda cautela contra el discurso mesurado sobre los cultos y su influencia en la sociedad, especialmente al descubrir que la mayor parte de las víctimas habían sido niños. Los líderes, además, tendían a presentarse como padres severs pero afectuosos que imponían las normas de casa por el bien de los sectarios. Las sectas o cultos tenían el poder de los experimentos de control mental del MK/Ultra de lavar el cerebro de sus miembros y si los cerebros eran tiernos y jóvenes, mejor, pues eran más fáciles de «programar». Además, el miedo a los asesinos en serie, que adquirieron atención mediática con los casos de Ted Bundy y John Wayne Gacy, se coló en la psique colectiva como serias amenazas en especial a niños y mujeres. Desde principios de los setenta las ventas de libros sobre casos como el de Charles Manson habían demostrado ser una veta de lo más lucrativa. Algunos asesinos en serie publicaron sus cartas en la prensa, como David Berkowitz, «el hijo de Sam», y sus crímenes en Nueva York (cuyas cartas inspiraron el personaje de Rorschach en Watchmen) con un estilo sensacionalista y de pretensiones literarias donde pretendía retrarse como vengador de los fondos bajos de Nueva York, una criatura insaciable y no del todo humana:

“Hello from the gutters of New York City, which are filled with dog manure, vomit, stale wine, urine and blood. . . . Thirsty, hungry, seldom stopping to rest; anxious to please Sam. Sam’s a thirsty lad and he won’t let me stop killing until he gets his fill of blood.”

David Abrahamsen, Confessions of Son of Sam (New York: Columbia University Press, 1985)

Esta forma de concebirse a sí mismos permea muchas de las ficciones sobre psicópatas y asesinos en serie como criaturas sobrehumanas que reviven cuando cualquier otro tendría que morir y hasta te hablan en lenguas desconocidas como poseídos por el diablo (el Max Cady de Robert De Niro en El cabo del miedo, la película de 1991, es un ejemplo de ello). Los asesinos en serie ponían a prueba los marcos conceptuales que explicaban sus actos: ¿podía explicarlos enteramente el marco psiquiátrico o eran encarnaciones del mal? Michael Myers en Halloween es otra presencia casi preternatural, una máquina de matar que no descansa, incluso en El resplandor (1980) hay tintes de maldad sobrenatural. El lenguaje de la maldad y el poder demoniaco empapaba los medios de comunicación y las ficciones, sirviéndose como vasos comunicantes, influyéndose mutuamente, de tal modo que cuando una madre decidió denunciar un posible abuso no fue tan difícil asumir que podían existir sectas rituales de propósitos malvados acechando.

Robert De Niro en El cabo del miedo: el mal acecha

Y hasta aquí por hoy, ¡veremos qué más aventuras nos depara esta historia!

*Empecé a escribir esto en febrero, creo, estamos a 16 de abril y en ese tiempo, aparte de lo que me ha costado escribir y de pensar varias veces que para qué iba yo a escribir y publicar esto y pensar en abandonar, pues me dieron el libro, gracias por preguntar. ¿Qué hago yo escribiendo seis mil palabras con un encargo importante entre manos? Pues yo qué sé, tirando mi vida a la papelera en side quests que no van a ninguna parte, como siempre. ¡Gracias por leer!

La nostalgia y la internet de antes

Mira, de verdad. Odio poner títulos.

Llevo un tiempo pensando en la nostalgia hasta el punto de querer hacer un videoensayo (suena así como una cosa sumamente pretenciosa, pero no es más que un vídeo divulgativo de hablar de cosas) sobre la nostalgia desde la Odisea hasta nuestros días (vale, esto pretencioso no es, pero megalómano igual sí). Lo llevo pensando por dar una lectura más matizada de la nostalgia no como algo inherentemente reaccionario (querer volver a habitar un tiempo y un lugar tal cual lo era antes, idealizado y romantizado, cancelando el progreso) sino como un afecto que puedo generar alternativas al presente inspiradas en momentos del pasado que vivieron éxitos truncados. Y, de igual modo, que la mirada siempre vuelta al futuro no es necesariamente un síntoma de progreso sino una huida hacia adelante, hacia el abismo y el colapso. Y lo que estoy viviendo y leyendo en las reflexiones sobre cómo queremos que sea internet ahora, nuestro descontento con las grandes corporaciones que se han quitado la careta y han revelado ser el malo con bigote y el brazo en alto que siempre fueron, me ha recordado a ese poder de la nostalgia.

No sé en qué quedará todo esto, pero al menos en mi círculo (mira, te lo voy a decir: la amiga es Mastodon) sí que se habla bastante de cómo queremos que sean las redes sociales e internet y algo que suele salir con frecuencia es «la internet de antes». El antes de qué dependerá de a quién le preguntes, pero suele ser o antes de las redes sociales (corporativas) o antes de que todo se enmierdificara. Y surgen propuestas que sugieren, de un modo u otro, un retorno a herramientas de las que disponíamos antes y que quedaron sepultadas por la avalancha de las redes sociales: el correo electrónico, los blogs, los foros, las listas de correo. Como digo, mi circulo es pequeño y no sé cómo de extendida está la conversación en otros lugares, así que no hablaré en términos de revolución, pero, al menos yo, que también estoy en un momento de pensar mucho en cuál quiero que sea mi presencia en internet y me relación con los dispositivos móviles (relación que llevo pensando desde que existen, francamente), estoy disfrutando de una conversación que creo necesaria, independientemente de dónde finalice el camino.

Desde 2022 empezaron a proliferan los titulares de que las redes sociales estaban muertas. Hay quienes argumentan que las redes sociales fueron, desde el principio, una mala idea que parecía buena y que nunca tendrían que haber existido, por más que se hayan naturalizado como forma de comunicación con el tiempo y por el interés monetario de que así fuera. En nuestra traducción se pierde el matiz entre social media y social network, que parecen lo mismo, pero no lo son: mientras que lo primero es, bueno, un medio de transmisión lo segundo es un medio de conexión que empezó con la idea de organizar cosas offline (desde trabajo a amistades). Según esta lectura, los medios de comunicación social, lejos de ser la plaza pública, son más como gritar al vacío (o quizá de que te grite alguien desde su propio vacío). Como diría Naomi Klein, las redes nos convierten en un siniestro doppelgänger de nosotros mismos, lo que hace de nuestra existencia algo cada vez más espectral si pasamos demasiado tiempo al otro lado del espejo. Otros anuncian que tras su muerte viene una resurrección con alternativas más prometedoras y que nada tienen que ver con la última invención novedosa, sino cosas que estaban ahí desde siempre. En general, en medio de esta ola reaccionaria donde las redes comerciales han servido como vectores de odio, la sensación del potencial revolucionario latente de aquellos días se ha desinflado y ahora vemos la ingenuidad de dónde habíamos depositado nuestros sueños, que no lo desatinado de atreverse a soñar.

Y, en medio de esta ola reaccionaria, he visto muchas veces recomendar regresos a Ítaca: la vuelta a los blogs, la vuelta a los foros, la vuelta a las listas de correo. Paris Marx ha declarado su deseo de que 2025 sea «el año del ludita», la rebelión global contra las grandes industrias tecnológicas que no velan por nuestros intereses. Hoy mismo, de hecho, cuando preguntaba dónde podría compartir esos posibles vídeos locos, me han sugerido esto último: una lista de correo, «como toda la vida». Creo que este es un ejemplo perfecto de cómo ese impulso nostálgico puede ser revolucionario en tanto que rescata prácticas del pasado que tienen un perfecto sentido en el contexto actual, una vuelta a una suerte de internet artesanal de pequeñas dimensiones, como el derecho a reparar como se hacía antes en un mundo cada vez más consumista y derrochador. El propio decrecentismo tiene, si me apuras, un espíritu nostálgico. Para muchas, en cambio, este lamento melancólico de lo que pudo ser y no fue podría leerse como el derrotista signo de los tiempos: una humanidad herida de nostalgia que ha dejado de creer en el progreso. La cuestión es que el progreso que nos han vendido es una huida hacia adelante sin volver la mirada a los muertos que dejan detrás y que termina en el despeño por el abismo.

Hace no mucho, abrazar las últimas novedades tecnológicas (de internet o de allende internet) era casi sinónimo de ser progresista y dudar de su utilidad o necesidad era síntoma de abuela cebolleta que no se adapta a los tiempos y tenía un pie en la tumba (la física y la metafísica de la irrelevancia). Poco a poco, parece que va calando la idea de que «adaptarse a los tiempos», si los tiempos van contra el interés colectivo y del planeta, no es «progresista». Que a veces para progresar hace falta regresar. Que el mantra de «adaptarse a los tiempos» es un rodillo apisonador que atenta contra la vida. Que «adaptarse a los tiempos» en este momento de desarraigo forzado al que quieren llamar nomadismo, precariedad laboral y gentrificación de los barrios no es progreso. Que criticar el presente puede significar que, efectivamente, haya cosas que han ido a peor sin que sea nuestra mentalidad nostálgica la responsable del diagnóstico. Como le dije a mi doctora de cabecera el otro día, llevo yendo a ese centro de salud desde que era niña y puedo recordar cuando tenías una cita disponible a los dos o tres días y cómo ha ido, progresivamente, deteriorándose y pasando de una semana a cuatro semanas, como me sucede ahora. No creo que sea un lamento nostálgico del pasado idealizado querer recuperar un sistema de salud donde los tiempos de espera no te postran en tu casa durante cuatro semanas.

El recuerdo es necesario. Existimos personas (¡vampiro esisten!) que hemos vivido la era pre-internet y podemos comparar, lo bueno y lo malo, pero iremos desapareciendo. El otro día leí que había habido una ola de nostalgia por los 90 y es algo que me resultaba incomprensible porque yo, que fui una adolescente en los 90, recuerdo aquella época como algo bien feo (estética y políticamente) e incapaz de suscitar nostalgia alguna. Cinismo y moda de mierda. Luego me dicen que parte de esa nostalgia tiene que ver con que los 90 fueron la época preinternet y lo entiendo un poco más, intelectualmente, aunque me siguen pareciendo una cosa fea de cojones. Ahora ya hay más gente que no sabe qué es vivir sin un smartphone que gente que sí y esa gente sueña con cómo sería su vida sin la economía de la atención, igual atribuyendo erróneamente su malestar a tecnologías que consideran parasitarias, igual no. Por supuesto, muchos escépticos señalan que esas críticas se pronunciaron también durante la época victoriana y eduardiana, donde la gente se lamentaba de la constante interrupción de los telegramas, los teléfonos, los coches a motor y demás inventos de la industrialización y cómo eso afectaría a nuestra salud. El médico James Crichton Browne alertaba de qué consecuencias tendría para el cerebro tener que procesar mucha más información en un mes de lo que se les pedía a sus antepasados en toda una vida.

Visto desde nuestro presente, esto nos resulta risible y, sin duda, desenterrar estas advertencias médicas nos sirve para evaluar con algo más de mesura los titulares sobre el colapso de nuestra atención. Sin embargo, las comparaciones de «es que Sócrates ya decía que…» siempre me han parecido un recurso perezoso porque, comparar sin más épocas distintas no dice nada de la particularidad del presente y parece insinuar que son absolutamente intercambiables. Sí, es cierto que existe una corriente de pensamiento contemporáneo que recuerda a las teorías eugenecistas de degeneración moral del siglo XIX, especialmente en todo cuanto atañe al cacareado «declive de Occidente», pero ¿son esas teorías las que están detrás de toda preocupación genuina por el impacto de la tecnología en el tejido social y en la salud? Después de todo, maguferías aparte, también durante el siglo XIX contó con numerosos movimientos sociales que se preocupaban por las condiciones laborales, los efectos de la urbanización e indistrialización en los trabajadores. Puede ser reconfortante, en tiempos de emergencia climática, recurrir al pasado y decir: «¿ves?, antes también se preocupaban por el fin de la civilización y aquí seguimos, no pasa nada», pero quizá no sea lo más sensato ante el peligro al que nos enfrentamos ahora.

Tira cómica de Tom Toro para The New Yorker

Pero ya divago.

No tengo ninguna conclusión a este texto más allá de que estoy viviendo con alegría todas estas reflexiones en torno a qué redes queremos tejer y cómo en esta vieja-nueva internet y que, si hay cierto impulso nostálgico en recobrar algo de las redes de antes (más pequeñas, más calladas, más centradas en intereses comunes y menos generalistas) y traerlo al presente para hacerlo más habitable a mí me parece bien. No me parece sentimentalismo, ni ingenuidad, ni escapismo, ni otras de las muchas maldades que se le atribuyen a la nostalgia. El futuro no se construye en el vacío, sino que se fundamenta, entre otras cosas, en el recuerdo y en la memoria colectiva y a veces, como nuevos luditas y arqueólogos del presente, encontramos herramientas en el pasado que son pequeñas armas de resistencia.